¡Oh, cielo, que de amargura lloras!

¡Oh, tierra, bañada en lágrimas de despedida!

De entre los retornos, ¡nuestras voces, oíd!

Nosotros, que a tus postreros compases danzamos.

Que cantamos por esperanzas ya olvidadas.

¡Recíbenos, mundo en tinieblas!

¡Permítenos, por vez última, crepitar por tus hijos!

¡Viértase sobre sus almas nuestra luz de estrellas!

Anónimo, Declamación de apertura

Los dedos de Lutina palpitaban de frío. Llevaba horas en su tarea, y cada célula de su cuerpo le pedía detenerse. Bajar los brazos, cerrar los párpados y dejar que el invierno se la llevara consigo. Durante unos segundos que parecieron horas, cayó presa de aquel fatal deseo. En aquella quietud casi ascética, le pareció recibir un atisbo de… ¿calor? Sus comisuras entumecidas esbozaron una débil sonrisa. Parecía que por fin se acababa todo. Cualquier instinto de supervivencia quedó tan congelado como sus dolidas articulaciones. Lutina echó su cuello hacia un lado, emitiendo un casi inaudible crujido. Pensó. Pero hasta eso le pareció inalcanzable. Por lo que no se esforzó más. Al fin y al cabo, era su recompensa. Se había ganado un buen descanso.

—¡Abuela, despierta! ¡Vamos!

Como un cruel bastón arrancándola de la luz de los focos, Lutina regresó al frío. Abriendo los ojos entre tosidos, pudo ver una cara que, de no estar aterida, podría haber sido la de un joven muchacho que, sin embargo, aparentaba veinte años más de los que tenía.

—Coli, ¿eres tú, mi niño? —Se escuchó un hilo de voz desde la garganta de la anciana, como una leve brisa que acariciaba las paredes de una caverna.

—Abuela, vamos. Llevas demasiado rato agachada. —El joven la levantó con mucho cuidado—. No querremos rompernos las rodillas tan pronto, ¿no?

Lutina asintió, dejándose arrastrar por su nieto hacia la mesa de madera. En ella, estaban dispuestos varios platos húmedos, con tres vasos de agua. Después de sentarse, vio como Coli se agachaba a hablar con alguien que se encontraba acuclillada junto a sus piernas.

—¿Lo consigues o no? Si no, levanta y ya me encargo yo.

—¡Como si tú fueras a hacerlo mejor! —Escuchó el grito desafinado de su otra nieta, Luta—. La última vez que te dejé a cargo del palo, casi nos da la noche. Así que tú céntrate en lo que se te da… bien… —replicó, acompañando con su voz el movimiento pendulante de su torso.

Lutina volvió a asentir. De los tres, la niña era la que mejor sabía encender el fuego, sin duda.

—Pues nada, a lo tuyo. Pero sin un mínimo de calor, da igual el tiempo que pase ahí fuera. A no ser que quieras que la abuela se coma la ardilla como un témpano.

—¡Pues si dejas de presionarme, lo mismo hasta me concentro más, quién sabe!

—¡A mí no me grites!

—Venga, los niños, todo el día como el perro y el gato —intervino la anciana, dando pequeños toques en la madera con la punta de sus dedos—. Lutinilla, hija, tú no le hagas caso y frota bien ahí. Coli, ya sabes que mientras no me pongas cantos rodados, por el gaznate entra hasta un buey. Así que no… —Bostezó.

El joven suspiró, pasándole la mano por su temblorosa espalda, cubierta por una manta que a duras penas cumplía su función. Su hermana se detuvo un momento para agarrar de forma afectuosa la pantorrilla de su abuela, ya que era lo único que alcanzaba desde aquella posición.

Por fin, un brillo anaranjado surgió del musgo. Luta sopló con cuidado para avivarlo, mientras hacía señas a su hermano para que la relevara. Sentándose al fin tras media hora, se abrazó a su abuela para compartir con ella su calor corporal. Sus ojos de azul cristalino se cruzaron con los de ella, del mismo color heredado. Buscaron algo que decirse, pero desde hacía tres años, las palabras ya no salían como antes.

Por su parte, Coli había logrado dar uso a las pobres brasas que Luta había conseguido extirpar a la yesca, cocinando como mejor podía el cuerpo de tres escuálidas ardillas. Los últimos meses habían sido horribles en lo que se refería a alimento, entre el fin de las reservas de ganado y el descenso de la población animal de los bosques. Ya no quedaban presas más grandes que un barril, cortesía de algunos vecinos que habían preferido exterminar a todo bicho que encontraran para monopolizar la carne. En realidad, no se veía capaz de culparlos. Quizá él también debería haber sido más egoísta. Quizá, si se hubiera quedado con toda la comida, sus padres…

—¡Li, las ardillas! ¡Que sólo faltaba que las quemaras!

El muchacho reaccionó veloz a la queja de su hermana, retirando el palo del fuego. Se dio cuenta entonces de que aún le quedaba bastante para que estuviera listo.

—¿Pero no ves que aún no? —Le zarandeó desde abajo los cadáveres, casi rozando sus rodillas—. ¿Para qué me dices nada?

—¡Pues para que te espabiles, que tenías una cara de muerto…!

—Haya paz en la mesa… —canturreó Lutina, con un escalofrío.

Su nieta le invitó a que acercara las manos al calor. Una cobarde lengua tibia se deslizó por entre sus desgastados dedos, dándole un lejano parecido al abrigo de una caldera. Reminiscencias de un pasado menos duro flotaron por la memoria de la anciana. Carnes más grandes, cocinadas por llamas más grandes. Sonrisas más grandes que la que su nieta se esforzaba por mostrarle. Más sinceras, más cálidas.

El silencio, sólo roto por el sonido del palo rotando sobre el suelo helado y el silbido del viento a través de los maderos que mantenían el viejo techo sobre cuatro maltrechas paredes, duró media hora más. Por fin, con una desesperación que hasta a él sorprendió, Coli anunció que la comida estaba lista. Incorporándose con cuidado, músculo por músculo para evitar molestias, se sentó frente a ambas, colocando en los platos la carne despellejada y tostada de tres pequeñas ardillas. Luta puso cara de asco. Coli asintió.

Los tres comieron muy despacio. No porque no tuvieran hambre. Al contrario, cada cual estaba más desfallecido que los otros. Todo era un método para engañar a la tripa para que creyese que, si llevaban tanto tiempo comiendo, era porque la cena era copiosa. Junto a ello, bebieron mucha agua. Al fin y al cabo, era el único recurso del que el mundo a su alrededor no escatimaba en ofrecerles. Una hora después, el último bocado, del tamaño de un mosquito, desapareció entre los magullados labios de Lutina.

Una vez terminaron, Coli indicó a su hermana que se acercara al barreño. Esta le dedicó una mirada de indignación, pero obedeció. Mientras frotaba los platos para eliminar todo lo que pudiera con solo agua, Coli ocupó su lugar, frotando los hombros de su abuela.

—Bueno, abuela, ¿cómo ha ido el día? —preguntó, elevando tanto la voz que tuvo un acceso de tos.

—Pues más de lo mismo, hijo. Bebe un poco, que te va a dar algo. —Le alcanzó su vaso, pero él lo rechazó con dulzura.

—No, no, estoy… bien. Como beba más voy a acabar hecho un botijo —La abrazó—. Pero cuéntame un poco al menos. ¿Ha venido alguien de visita?

—Tuc y su prima se pasaron poco antes de que te fueras —respondió Luta, que ya estaba acabando sus labores.

—Anda, mira tú que bien. ¿Y qué se contaban? —preguntó, mirando directamente a su abuela.

—Pues deben estar majaretas —contestó de nuevo la joven, sentándose al otro lado de la anciana—. Hablaban de nosequé de unos viajeros…

—Luta, estaba preguntándole a la abuela, déjala hablar.

—¡Ah, que no puedo hablar! ¡Primera noticia!

—No estoy diciendo eso, es que la estás interrumpiendo todo el rato y…

—¡Ah, que la interrumpo! ¡Primera noticia!

—No seas niñata, anda…

—¿Abuela, te estoy interrumpiendo, sí o no? Porque si te estoy interrumpiendo, me callo la boca y listos.

—¡Pues mejor, pesada!

—Silencio los dos ya, caray.

Lutina era mujer de pocas palabras, y todas ellas de un sonido comparable al rumor de un riachuelo. Por eso, las pocas veces en las que se permitía levantar el tono, producía un temor que hubiera sido capaz de aplacar el eterno invierno que azotaba aquella aldea y todo aquello que la rodeaba.

Los hermanos bajaron la frente, conscientes del ridículo que estaban montando.

—Abuela, yo… —comenzó Coli, pero ella le chistó.

—No pasa nada. Me gusta veros con energía. —Acarició la cabeza de ambos—. Pero ya sabéis que me pone triste veros usar esa energía para pelearos. Coli, hijo…

—¿Sí, abuela…? —inquirió, cerrando los ojos, más relajado.

—Eres un buen muchacho. No te cebes con tu hermana, ella lo hace lo mejor que puede, que es mucho más que suficiente. Y tú, Lutinilla.

—Dime… —susurró, con rubor en sus mejillas.

—Tu hermano te quiere muchísimo. No le tengas en cuenta estas cosas, es normal estar malhumorado después de pasar todo el día hundiéndose en la nieve. ¿Estamos? ¿Los dos?

Los dos chicos asintieron. Coli tomó la mano de su hermana, apretándola con cariño. A Luta le tembló el labio, mientras la apretaba de vuelta. Lutina, que estaba entre los dos, posó las suyas sobre ellas, con rostro complacido. Allí quedaron unos instantes, en los que el frío, el hambre, el dolor… Nada podía alcanzarlos.

Aunque ninguno de ellos quería romper la paz del momento, el joven tosió un poco.

—Bueno, entonces… —Retiró la mano, algo avergonzado—. ¿Quién de las dos me cuenta eso de los viajeros?

Luta miró a su abuela como una niña en una juguetería. Ella concedió con un gesto de la mano.

—Pues como decía antes de que se me llamara pesada… —comenzó, bromeando—, Tuc nos habló de una gente que había llegado al pueblo.

—Pero eso no tiene sentido… —murmuró, llevándose la mano a su barbilla incipiente.

—Eso mismo le dijo la abuela. Que no habíamos visto a nadie nuevo en muchísimo tiempo, y más cosas. Pero él dale que dale.

—¿Y dijeron algo de qué querían? Porque no se me ocurre qué puede querer nadie en un pueblo como este.

—Es que ahí está el caso. —Apoyó el codo sobre la mesa—. Dice que son artistas umbulantes.

—Ambulantes, hija —le corrigió Lutina, riendo con dificultad—. Que van de un lado a otro con sus farándulas.

—Bueno, qué más dará una vocal que otra… —bufó la chica.

Coli seguía mesándose la barbilla. No había forma de explicar todo aquello. Durante años, su triste aldeucha no había recibido visitantes. No desde que el frío llamó a sus puertas para quedarse. Era como si el blanco de las ventiscas hubiera aislado su cabaña y otras veinte más, junto con un bosque de árboles marchitos en los que había que rezar a quién sabía quién por encontrar algo que llevarse a la boca. Él lo sabía demasiado bien. Por algo era la razón principal de que en aquel hogar hubiera algo que llevarse al buche, aunque fueran ardillas raquíticas que hasta le daban las gracias por sacarles del cruel invierno que no se acababa. Y no se acababa.

Por eso, que sin previo aviso se presentara un grupo de fantoches haciéndose llamar artistas, no sólo le confundía. También le producía una intensa rabia. Si alguien, en aquellas épocas, podía permitirse gandulear entre canciones y bailoteos, significaba que todo ese tiempo, había lugares en los que no morían de frío. Lugares en los que el sol calentaba, en los que las ardillas se quedaban en el bosque. Lugares en los que sonreír no desgarraba los labios.

Luta pudo percibir el cambio de ánimo de su hermano, pero no se atrevió a preguntar, por no molestarle más. Ella, a diferencia de su hermano, había recibido las noticias con titileo en los ojos. Para la joven, las canciones no habían sido más que aquellas melodías que su abuela solía entonar cuando aún se asomaba la vida desde sus ojos claros. Ahora tan sólo existían en su memoria, y procuraba no reproducirlas. Por alguna razón, las veces que se le escapaba alguna tonadilla mientras hacía sus labores, su abuela parecía entristecerse. Ella no era tonta y sabía el motivo, pero siempre se preguntaba hasta qué punto ese retazo de felicidad podía ser doloroso.

En definitiva, Luta había aprendido que la música era cosa de gente feliz. Y, como ellos no lo eran, no se la merecían.

«¡Lo que te cuento, Lutina! ¡Una enorme caravana, plantada en la plaza! ¡Y tenías que ver lo majo que era el tipo ese! Un poco estrafalario, pero qué te esperas de un artista…». Luta ladeó la cabeza, recordando las palabras de Tuc. «¡Pues dicen que actuarán esta noche! Yo no sé si iré, porque ya sabes como son las noches. Pero quién sabe, a lo mejor tienen hasta estufas y todo…».

Luta no quiso revelar lo que ocurrió a continuación a su hermano. Cómo su abuela, siempre tan quieta y serena, se levantó de un respingo, echando a sus visitantes casi a patadas, con una expresión que jamás le había visto. Cómo, una vez se marcharon entre disculpas y refunfuñes, regresó a su postura inmóvil en la mesa, con sus ojos muy abiertos. En aquel momento, no quiso decir nada, pero en su mente quedó alojada una chispa de esperanza. Una chispa que brotó con voz titubeante.

—Yo… quiero ir a verlos, abuela.

Los dos se giraron hacia ella al unísono, incrédulos. Coli fue el primero en hablar, con tono condescendiente.

—¿Pero qué te ha dado? ¿Es que quieres congelarte ahí fuera?

—Claro que no… Pero iría muy abrigada. No tenéis por qué venir conmigo si no queréis, pero yo sí quiero.

—¿Que tú sí quieres? —Coli alzó un poco la voz, indignado—. ¡Ah, pues eso cambia la cosa! ¿Y por qué quieres, si puede saberse?

—Porque… siempre estamos tristes. —Luta frunció el ceño—. Nos levantamos tristes, tú sales a por comida triste, yo me quedo limpiando triste, la abuela mira por la ventana triste, comemos tristes, hacemos que dormimos tristes, ¡y vuelta a empezar! —Se levantó, explotando al fin—. ¿Y todo para qué? ¿Para que algún día no vuelvas del bosque? ¿Para que algún día la abuela…?

—¿Tú qué vas a saber? —gritó a su vez Coli, furioso—. ¿Que siempre estamos tristes? ¡Pues pregúntate por qué!

—¿Te crees que no lo sé? —Luta dio un manotazo a la mesa, haciéndose daño en la palma—. Esto… es una mierda. No se acaba nunca. Y cada día estamos peor, y queda menos comida. Y, por mucho que no queramos hablar de eso, es la realidad. ¡Es nuestra realidad, Coli! ¡No nos está matando el frío, nos está matando la tristeza!

—¡No tienes ni puta idea, Luta! —Se acercó, fuera de sí—. Tú ya naciste con el pueblo así, pero yo aún lo recuerdo. Todo, ¡joder, todo! ¡A papá y a mamá! —Un par de frías lágrimas bañaron sus amoratadas mejillas—. ¡No tenemos tiempo, no tenemos nada! ¡Así que si quieres ir a que te dé una hipotermia por ver un estúpido espectáculo, por mí vale! ¡Joder!

—¡Abuela! —sollozó la chica, agarrándose a su brazo—. ¡Por favor, déjame ir! Sé que te pone triste, pero nunca he escuchado la música, ni he visto a nadie bailar. Es la única oportunidad que tendré. Por favor, abuela… Déjame ir, por favor…

—¡Abuela!

—Haz lo que quieras.

Los hermanos guardaron repentino silencio, limpiándose la cara con el dorso de los guantes.

—Pero abuela, ¿cómo le dices…? —preguntó el muchacho, pero ella le cortó levantando la mano.

—Hemos llegado a un punto en el que, aunque pusiera todo mi empeño, no podría obligaros a hacer lo que deseo. Por eso, a partir de este mismo momento, sois libres. Libres de ir, libres de quedaros a mi lado —volvió la cara hacia Luta, que la miraba temblando—. Luta, queda en tu decisión el ir esta noche a esa mamarrachada. No recibirás resistencia por mi parte. Pero… —Respiró hondo—, en el caso de que decidas ir… atente a las consecuencias.

—¿A qué te refieres, abuela…? —preguntó Luta, arrimándose aún más.

—Eso, ¿a qué te refieres? —duplicó Coli, extrañado por la peregrina expresión de la anciana.

—A que, una vez cruces ese umbral, no volverás a pisar esta casa.

Ambos dejaron escapar un jadeo de asombro. La joven se separó, aun registrando lo que acababa de oír.

—No lo estarás diciendo en serio, ¿verdad? —Coli fue el primero en reaccionar—. Abuela, sé que no te gusta que vaya, y hasta estoy de acuerdo contigo. Si quieres, hasta tapiamos puertas y ventanas para que no se escape. Pero eso que has dicho…

—Me habéis oído a la perfección.

—Abuela… —lloriqueó Luta, tomando de nuevo el brazo de la anciana—. Yo… Cómo puedes decir…

—Porque eso que dijiste antes, lo de que nos está matando la tristeza… tienes toda la razón del mundo. —La apartó, levantándose por sí sola—. El frío nos la trajo, llevándose a mi hija y a… mi hijo. Dejándoos a vosotros sin padres, al cuidado de una vieja chocha que no es capaz ni de mantener a sus nietos. Sí, es triste, pero también es inevitable… si seguís a mi lado. Por eso, os dejo libres. Si queréis ir a eso, si creéis que eso os producirá una felicidad que no encontráis aquí, adelante. —Señaló la puerta—. Pero eso significa que, una vez lograda esa felicidad, regresar sólo os hará sentir el sufrimiento de la pérdida. Tu hermano y yo conocemos de sobra ese sufrimiento, Lutinilla… pero tú naciste en la tristeza, no entiendes hasta qué punto puede doler.

—Pero eso significa que… —hipó la niña, abrazando con fuerza a su abuela—… que no voy a volver a verte… No quiero…

Entonces, Coli comprendió lo que su abuela quería. Una vez más, y probablemente por última, le tocaba ser el hermano mayor.

—Yo iré con ella, abuela.

Como esperando esta respuesta, Lutina asintió con los ojos cerrados. Luta lloró, sin entender lo que estaba ocurriendo. Su hermano la separó con cuidado, y la llevó por los hombros a su habitación. Allí, le indicó que recogiera lo que fuera a necesitar, cerrando la puerta para que no le siguiera. Bajó las escaleras con decisión, para encontrarse con su abuela, que estaba acuclillada preparando un macuto con herramientas y otros utensilios. Cuando fue a ayudarla, ella empezó a negarse, pero él insistió, con un nudo en la garganta.

—Venga, abu, para una última cosa que voy a hacer por ti… Aprovecha…

Los delgados brazos de la anciana rodeándolo por el costado bastaron para desbaratar el nudo en un manantial de lágrimas. A estas se unieron las de ella, juntando sus arrugadas mejillas para formar un pequeño reducto de calor hogareño. Uno que ninguno de los dos hubiera soñado jamás que sentiría de nuevo.

—Cuídala mucho, mi niño. No la pierdas de vista ni un segundo. Que nunca pierda su sonrisa… —susurró entre sollozos, aunque sabía de sobra que esa promesa no podría ser cumplida.

Coli también lo sabía. No obstante, asintió con la cabeza varias veces, mientras trataba de responder con algo que no fueran gemidos entrecortados.

En ese momento, oyeron la puerta de la habitación abrirse con vacilación. Recomponiéndose lo mejor que pudieron, terminaron de preparar el equipaje antes de la chica llegara. No pudieron disimular lo suficiente, ya que, al asomar su cabeza por el hueco de la escalera, dejó caer su bolsa y corrió en brazos de su abuela, deshaciéndose en disculpas. Mientras se rompía más y más, intentaba negociar. Incluso gritaba que no quería ir al espectáculo. Que le daba igual estar triste, si estaba con ella. El corazón de Lutina aguantó estoico todos aquellos latigazos, mientras se centraba en recordarles a ambos cuánto los quería, y que no tardarían en reunirse de nuevo.

En la lejanía, un ligero arpegio de violín danzaba con el silbido del viento del atardecer. El espectáculo iba a comenzar. Esta vez, fue la niña la que dejó de abrazarla. Las dos compartieron una última mirada que valió todas las palabras que ya no se dirían, mientras sus manos se resistían a soltarse. La música se hizo más audible, llenando las vacías y nevadas calles. Lutina apretó los labios, abriendo la puerta de la cabaña.

Aunque el viento invernal continuaba soplando, inclemente, aquella velada era diferente. Hacía frío, pero no tanto. Desde la plaza brillaba una luz dorada, como un farol en la ventisca. La anciana los empujó por la espalda, diciéndoles que no se dieran la vuelta. Aun así, la desobedecieron. Cuando se le echaron al cuello de nuevo, Lutina les regañó con suavidad, sin ocultar el orgullo que sentía por ambos.

Según los veía alejarse, cogidos de la mano y con su nieta mirando hacia atrás cada tres pasos, se esforzó por despedirse con la mano sin más ceremonia. Una vez se perdieron entre la bruma pintada del resplandor amarillo, la anciana suspiró profundamente. Cerró la puerta de golpe, haciendo temblar los témpanos del tejado y, como un autómata, comenzó a barrer el piso bajo. La música seguía filtrándose por los tablones, pero no llegaba a sus oídos. Si algo quedaba de vida en Lutina, aquella noche se marchó por la puerta, arrebatada una vez más por el frío.


Un día. Dos días. ¿Tres meses? Era difícil medir el tiempo con los relojes congelados. Temblando, sus párpados comenzaron a abrirse, resquebrajando la fina partícula de escarcha que los mantenía sellados. Respiró hondo, pero hasta eso le provocó un dolor indescriptible en el pecho. Arrastrando sus débiles extremidades, logró disponer sus piernas colgando desde el camastro, para poder ponerse las pantuflas.

En otro tiempo, apoyarse en el manillar para bajar la escalera le hubiera dado reparo. Mucha suciedad y enfermedades evitables. Sin embargo, dejarse caer con todo el torso mientras lo agarraba con ambas manos era la única forma con la que podía bajar al salón, salvo rebotar por los escalones hasta el suelo. Una vez se arrastró hasta abajo, se fue recostando sobre las paredes hasta llegar al cubo con agua derretida, del que se sirvió un vaso sumergiéndolo como un cucharón en la sopa. Bebiéndolo a pequeños sorbos, un sentimiento comenzó a invadirla. Lo reprimió con una sacudida de cabeza, que no dejó ileso su frágil cuello. Haciendo un esfuerzo, alcanzó la mesa del comedor y se sentó en la silla del centro. Posando sus manos en los asientos a su izquierda y derecha, allí quedó. Inexpresiva y sin más vida que la madera que la sostenía.

Entonces, volvió a sonar. La música. Otra vez la música.

El día que murió, esa misma música resonaba por cada rincón del pueblo. Tan sólo será hoy, pensó. Sólo tengo que ignorarla y, mañana, ya se habrá ido. Para siempre. Pero se equivocaba. Al día siguiente también sonó. Y al siguiente, y al siguiente a ese. Como un funesto flagelo que se encargaba, cada atardecer, de recordarle la decisión más dura que había tenido que tomar en su vida. ¿Por qué no se marchaban? ¿Qué habían venido a buscar allí? ¿Por qué la torturaban de esa manera?

Ella nunca quiso música. Tan sólo quería calor.

Ya no quedaba nadie. Tuc y su mujer ya no llamaban a su puerta. Ya no se escuchaba ninguna voz por las calles, tan solo el susurro incesante del viento. Un silencio sepulcral sólo interrumpido por el organillo y los violines, que tocaban hasta bien entrada la noche. Y vuelta a empezar. Y las lágrimas seguían brotando, pero nadie las escuchaba. ¿Por qué? ¿Por qué no la dejaban apagarse en silencio?

Entonces, en su entumecida mente, se formó una resolución.

Despojada de todo abrigo, abrió la puerta después de tanto tiempo. La plaza a lo lejos centelleaba en la tormenta de nieve. Tambaleándose, se dirigió hacia la luz, llorando de impotencia. Sus piernas apenas sostenían su cuerpo, pero no se detuvo. Si algo quería hacer antes de que todo terminara, era decirles a la cara una cosa a aquellos impresentables, aquellos artistuchos.

En este mundo cubierto de nieve, no hay lugar para vuestra alegría.

Apenas alcanzó el origen de la música, cayó de rodillas. Quiso hablar, pero ninguna palabra salió de su garganta. Sus ojos debían estar engañándola.

Un escenario. Dos figuras que brillaban como estrellas entre las nubes. A su alrededor, la nieve no caía. No hacía frío.

Por fin apareces, Lutina. Te estábamos esperando.

Quiénes sois.

Somos la Troupe del Ocaso. Tu presencia nos llena de gozo.

Por qué habéis venido.

Nuestra misión es la de traer alegría a los corazones afligidos.

Entonces, marchaos. No hay lugar para vosotros aquí.

Al contrario, Lutina. Si continuamos aquí, es porque aún hay alguien que sufre.

Vosotros… Por vuestra culpa… Mis nietos… ¿Qué les hicisteis…?

Ellos te esperan, Lutina. Pronto los verás de nuevo.

Yo sólo… Yo sólo quiero…

Debes estar cansada, amiga. Por favor, ponte cómoda y disfruta de nuestra última función. Una función… sólo para tus oídos.

Un manto estelar se extendió sobre su cabeza. Una melodía acarició su memoria. Una melodía que conocía, que hacía años que no escuchaba.

Vio un sillón. Una bandurria. Un tren de juguete. Las brasas de la chimenea. La sonrisa de un anciano, escondida tras una larga barba cana.

Lutinilla, ya se ha hecho tarde. Venga para la cama, que ya refresca.

—Sí, abuelo…

Así, la última chispa en aquel mundo se extinguió. La música fue bajando en volumen, hasta quedar un suave solo de violín, interpretado por la silueta más pequeña. La otra, solemne, descendió a tomar en brazos el cuerpo de la anciana. Sus mejillas quedaron rosadas. Sus ojos, cerrados en paz.

El hombre tomó aire. Entonces, meciéndola con dulzura, entonó una letrilla con bella voz de barítono, armonizada por el rasgueo del violín. Su eco se esparció por la tormenta, antes de que lo único que quedara fuera el recuerdo de una voluntad ya dormida para siempre.

Huye, huye, ave guerrera,

de este invierno, lejos vuela.

Junto al canto de tus hijos.

A una nueva primavera.

por Spring

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