En este mundo, hay normas que, por mucho que se intenten trastocar, no dejarán de estar grabadas en nuestro inconsciente. Hay fuertes y hay débiles. Poco pueden hacer las hormigas contra un aguacero, nada puede hacer una oveja ante los ávidos colmillos de una raposa. Si te ha tocado, por el dedo imparcial del destino, pertenecer al bando de los enclenques, allí permanecerás hasta que te mueras, a merced del poderoso. Y si, por el contrario, naces dotado de dicho poder, enhorabuena, porque tu vida estará resuelta. Y podrás, sin consecuencias, aprovecharte de aquellos nacidos solo para ser explotados por ti.

Esta regla se cumple en todos los ámbitos de la sociedad humana. En empresas, donde los jefes hacen lo que desean con empleados encadenados a un trabajo del cual su sustento depende, mientras a cada papel o archivo, un poco de ellos se va desvaneciendo. En las grandes ciudades, en las que cuanto más altos son los rascacielos, más baja es la calidad de vida de los mendigos. Y, como en esta historia que comienza, el instituto no es más que un pequeño experimento de laboratorio de lo que luego será la naturaleza humana, sin correa y en su versión más podrida.

Yesira sabía su lugar en la cadena alimentaria. Junto a sus tres amigas, recorrían los pasillos del Pinares Verdes con casi idéntica vestimenta, profiriendo risas que casi podían llamarse gargajeos, mientras miraban por encima del hombro a cualquier ser vivo que se les aproximase a menos de metro y medio. Ellas eran las fuertes. Guapas, altas, orgullosas y con egos superlativos, que no dudaban en sacar a pasear a la mínima que les dirigiera la palabra alguien que no consideraran digno, lo que equivalía a un ochenta por ciento de la masa estudiantil.

—Oye, Yesi —graznaba Claudia, una flaca de pelo rubio—. ¿Cuándo le vas a decir a Yaiza que se corte el pelo? No sé cómo no le da vergüenza ir con un estropajo encima de…

—¿Encima de qué? ¿Eh? —Le clavó sus ojos negros Yesira.

—Tía, calla —susurró Marta, de pelo castaño con mechas blancas—, que no sabes que le molesta que te metas con su hermanita del alma. Anda, Yesi, no te ralles, sabes cómo es ella, que no piensa.

—Pues piensa, joder, piensa. —Se giró, observando de reojo a Yaiza, que la miraba por encima de la pantalla de su portátil.

—Venga, relajaos ya —canturreó Martina, la pelirroja teñida, entornando los ojos—. Vamos a clase, que como me ponga una falta más el cabezón, me manda para septiembre fijo.

Contoneándose en sus vaqueros, las cuatro hicieron acto de presencia en el aula diecinueve, en la que les esperaba, apretando los labios, el profesor Berenguer, alias el cabezón, por razones que no viene al caso relatar. Tras indicarles que tomaran asiento con un halo de decepción en su tono, anunció que aquel día habría un control sorpresa. Lo de sorpresa era hipérbole, porque raro era el viernes que el cabezón no aparecía por el quicio de la puerta con un manojo de folios y sonrisa de bufé libre. Cómo no, otra vez verbos irregulares, lo que ella quería. Yesira suspiró, abriendo su cartuchera rosa fucsia, de la que extrajo un delgado bolígrafo con la tinta a punto de acabarse. A pesar de la presión de sus amigas para que usara otro, llegando incluso a comprarle entre todas uno con su nombre grabado, ella se negaba en redondo a reemplazarlo.

Lo llamaba su «boli de la suerte». Aún recordaba cuando fue con Yaiza y su madre a comprar material escolar para su entrada en el instituto. Ese boli no tenía nada de especial entonces, hasta que pasaron dos meses, tres, cuatro, un año, dos… así, hasta llegar a segundo de bachillerato, y no se acababa. La tinta siempre parecía a punto de agotarse, pero, por algún milagro de la estilografía, aquello no parecía tener fondo. En el fondo, tenía miedo de que, algún día, la tinta dejara de correr por la bolilla, porque eso significaría que algo terrible iba a ocurrir. Por supuesto, eso no lo sabían las otras tres. Mostrar vulnerabilidad era sacrilegio en su posición. Ella era de los fuertes.

—A ver, veinte minutos justos, ¿estamos? —clamó Berenguer, levantando un poco su trasero del asiento—. Como no vea todos los test aquí antes de que suene la alarma, say good-bye.

Yesira tuvo que aguantarse el resoplido.


—Oye, tía, al final vamos a Guateque, ¿no? —Sonrió Martina, con los ojos muy abiertos.

—Claro, tía, del tirón —respondió Marta, oteando la entrada del instituto cual vigía.

—Martita, que Juanmi se fue hace dos minutos, que lo he visto yo. —Le dio un coscorrón Claudia—. Oye, Yesi, hoy sí te vendrás, ¿no? No me jodas.

Yesira tardó un poco en contestar, mirando a su hermana salir, acompañada de su amiga Lupe, ambas con cartulinas enrolladas, para hacer algún trabajo.

—No… creo que hoy pueda, tía. —Tragó saliva—. Tengo mucho lío en casa, y además, mi madre me ha dejado castigada.

—Uy, qué trolas te sacas, chica —replicó Martina, arqueando una ceja—. ¿A ti qué te pasa con nosotras, que hay que dar gracias por verte?

—El otro día fui con vosotras al centro, ya os he dicho que no tengo mucho tiempo.

—Yesi, el «otro día» —Señalizó comillas con los dedos Claudia— fue hace dos meses. ¿O no te acuerdas de que me compré una camiseta para cuando hiciera más calor? ¡Pues es la que llevo puesta ahora! —La sacudió desde el dobladillo, indignada.

—Oye, que si tienes un problema, puedes contárnoslo, Yesi —La examinó Martina—. Que nosotras seremos muchas cosas, pero no juzgamos, y menos a una amiga.

Sí, y una mierda.

—De verdad que no, Marti —se apartó de ellas—. Pasadlo bien en Guateque, y Marta, ya me contarás que tal con Juanmi. Hasta el lunes.

Sin dejarles acabar, Yesira emprendió el camino a casa. Lo último que necesitaba es que le mintieran a la cara. Seguro que, en ese preciso instante, estaban cuchicheando a sus espaldas, llamándola desde «estrecha» a todo el rango de insultos disponibles en la lengua española. Cuando una hiena se separa del grupo, las demás ríen más alto. Estiró el cuello todo lo que pudo, apartándose dos mechones de pelo negro. Dos alumnas de cuarto de secundaria pasaron a su lado, mirándola con una mezcla de temor y admiración. Ella les dedicó un vistazo de repulsión, que les hizo girarse y seguir por su lado. El resto del camino a casa lo pasó preguntándose por qué había hecho eso.

Una vez abierta la cancela de metal que servía de portón del edificio en el que vivía, se dirigió hacia el patio ajardinado de su comunidad de vecinos, separado de la entrada por un pórtico. Tras dejar atrás la dama de noche que crecía junto al portal número tres, sacó su llave sin llavero con desgana, acertando a la primera en la cerradura por un azar del destino. Las siete baldosas que le separaban del ascensor le parecieron una odisea, pero logró al fin pulsar el botón con el meñique. El acceso al ascensor se realizaba con una puerta metálica, con una ventana traslúcida que permitía ver el interior, por si había alguien dentro y no entorpecer su subida o bajada. Yesira no solía estar atenta a eso, porque si estaba descendiendo al piso bajo, no habría nadie dentro, o el que estuviera saldría, ya que su portal no llevaba al garaje del sótano. Y bueno, porque tenía millones de cosas mejores que hacer que analizar el mecanismo del ascensor de su casa.

Finalmente, llegó su transporte, entre quejidos de metal y estridentes pitidos. Las puertas interiores se abrieron, y dejaron ver una sombra tras el cristal. Yesira suspiró, impaciente, pero se apartó hacia atrás, para dejarle paso a la persona que querría salir. Pasó un segundo, diez, veinte… así, hasta un minuto. No hubo movimiento alguno. Yesira se aproximó al cristal, intentando vislumbrar de quién se trataba.

—¿Oiga? ¿Va a salir o no?

La sombra no respondió. En circunstancias normales, no hubiera dudado en abrir la puerta, pero algo le decía que aquello no era normal, ni mucho menos. Con la llave en el puño, se acercó al manillar, aguantando la respiración. Abrió con decisión y…

Nada, ni un alma. Su cuerpo se destensó de golpe, haciendo que se desplomara contra la pared del ascensor. Miró hacia afuera, asegurándose de que nadie le había visto haciendo el ridículo más espantoso. Poniéndose todo lo derecha que el cansancio le permitía, se recostó con la vista en alto, alcanzando el botón del tercer piso sin necesidad de mirarlo. Según el mecanismo se ponía en marcha, seguía dándole vueltas a lo de la figura. No entendía por qué se había dejado afectar tanto por aquello. Al fin y al cabo, no era la primera vez que le parecía ver algo escondido tras los arbustos del patio, o agazapado tras el kiosko junto al instituto. Al final, nunca era nada, una sombra que habría confundido con algo más. Sin embargo, en un ascensor era complicado equivocarse. Al final, mientras las puertas le dejaban pasar al rellano, concluyó que habría sido un reflejo extraño. Esta vez, le costó un par de intentos encajar la llave en la cerradura. Según se limpiaba los zapatos en la alfombrilla, le llegó un aroma delicioso.

—Carbonara, estupendo —murmuró, mientras dejaba caer la mochila.

Casi balanceándose del agotamiento, le dedicó un saludo con la mano a su madre, que se lo devolvió con una sonrisa ajetreada. Se dirigió al salón, donde estaba Yaiza con su compañera. Frunció el ceño, mirando a la invitada como un oso defendiendo su territorio.

—Yesira, no te pases —le reprendió su hermana, con el gesto serio pero relajado—. Lupe ha venido a comer, que tenemos que hacer un trabajo para el lunes.

—Ah, pero yo pensaba que hoy…

—Ya, pero con la fiesta que dan hoy en Guateque, pensé que no podrías. —La miró, inquisitiva—. Pero bueno, igual acabamos pronto, así que…

—No, no te preocupes —bostezó Yesira, dándose la vuelta—. Pasadlo bien con lo que sea que tengáis que… Bueno, eso.

El almuerzo pasó sin novedades, para variar. Mientras Yaiza y Lupe charlaban entre macarrón y macarrón del último videojuego que iban a comprarse, Yesira compartía con su madre el mismo silencio sepulcral al que llevaban acostumbradas desde hacía ya años, solo interrumpido por los protocolarios «cómo van los estudios» y «vas a salir hoy». «Bien» y «no creo» eran las respuestas predeterminadas. Una vez terminó, le dijo entre dientes lo rico que le había salido, y se dirigió entre tumbos a su habitación.

Las persianas estaban abiertas, dejando entrar el calor del verano. Las cerró de golpe, tirándose en la cama. Cerró los ojos, preguntándose demasiadas cosas. Por ejemplo, por qué seguía haciendo siempre lo mismo. Cada día, se levantaba en un mundo en el que aquello que era lo definían los demás. Se sentía una estúpida y una desagradecida, como alguien que rompe un boleto premiado. Pero, por más que quisiera dejarlo de lado, ser una de las fuertes era horrible. Todo el día, teniendo que mirar a todos como a herbívoros indefensos. Todo el día, forzada a hacer comentarios despectivos. Todo el día, fingiendo que le caían bien esas brujas de caderas oscilantes. ¿Pero qué le quedaba si se quitaba la máscara? Un infierno, en el que sus falsas amigas harían de su vida una pesadilla, en el que recibiría la burla de aquellos con los que se había metido durante años. Mírala, por ahí va Yesira, la paliducha, hecha un ovillo, tan pringada como nosotros. Falsa. Se llevó las manos a la cara. Estaba sudando a cántaros, así que se quitó la ropa con violencia, tirando su camisetilla y sus vaqueros al suelo, mientras ahogaba un grito de rabia. Atragantando las lágrimas en el último momento, respiró hondo. Después de ponerse el pijama, se aclaró la voz, mientras marcaba un número en el móvil. Sonrió con amplitud, ajustándose la careta lo mejor que pudo.

—¡Claudia, tía! ¿Al final vais a ir a Guateque? … ¡Claro que voy! … Ah… Bueno, pues no sé… … Venga, pues nada, nos vemos el lunes … No, no pasa nada … Que sí, tonta, ya está, nos vemos.

Puta hipócrita, puta imbécil.

Costaron seis minutos de aferrarse a la almohada, mientras apretaba los dientes, para calmarse del todo. Decía su amiga que la fiesta se había cancelado. Ya ni recordaba cual era la razón, pero daba lo mismo. Conocía demasiado bien a Claudia como para no reconocer su gorgojeo de mentirosa. Después de unos minutos de doloroso silencio, decidió no darle más vueltas de las que merecía. Encendió la lámpara a su lado, mientras cogía una libreta del segundo cajón de su mesilla de noche. Armada con su boli de la suerte, la apoyó sobre sus piernas y se dispuso a dibujar. Tampoco era especialmente buena haciéndolo, pero era lo único que le sacaba un poco del teatro en el que cada día le tocaba representar. Normalmente solía dibujar flores, estrellas, o algún paisaje que recordaba de cuando aún iban al campo cada tres semanas, antes de que su padre…

Alguien llamó a su puerta. La traviesa sonrisa de Yaiza se hizo paso como un destello en la oscuridad de la habitación.

—Desde luego que si Lupe te viera así, qué pronto se te irían los admiradores.

—Uy, sí, la Yesi en pijama corto, seguro que mirarían para otro lado, vomitando. —No pudo evitar devolvérsela, tapándose los ojos con el cuaderno.

—Anda, anda… ¿Qué estás dibujando ahora? —preguntó, echándose a su lado.

—Aire —le indicó, apartándola. En respuesta, su hermana la abrazó con fuerza. Rendida, suspiró—. Pues todavía nada, ratona. ¿Ves? En blanco.

—Vale, pues cambio la pregunta: ¿qué ibas a dibujar?

—Pues si te digo la verdad… —De pronto, la miró con seriedad—. Oye, ¿tú crees que en este edificio hay fantasmas?

—Sí, y un vampiro. Juegan al mus todas las noches en el piso de arriba. Yo también los escucho —le susurró al oído, sugerente.

—¡Qué tonta eres, de verdad! —La zarandeó por los hombros, divertida—. No, pero en serio. —Comenzó a dibujar un rectángulo vertical, con otro más pequeño y delgado en su interior—. ¿Sabes lo que es esto?

—Arte contemporáneo. Le pones un chorro de mayonesa en el medio y nos forramos, tía.

—Que te centres, idiota. —Le dio un capón—. Es la puerta del ascensor. Este rectangulito es la ventanuca que deja ver si hay alguien, ¿no? —Yaiza asintió, apretando los labios con comicidad—. Vale, pues aquí… —En su interior, pintó un borrón de tinta—… vi una sombra muy rara, como si hubiera alguien. Y cuando abrí, no había nadie. ¿Tú eso cómo lo explicas?

Su hermana la escudriño de arriba abajo, con los ojos entrecerrados.

—Pues raro es, no cabe duda… —dejó escapar un hilillo de aire—. ¿No se te habría metido algo en el ojo? Puede pasar.

Yesira se lo planteó un segundo, lo suficiente como para mirarla con divertido desdén.

—Me habría dado cuenta, más que nada porque me dolería. —Miró al techo—. Oye, ¿de verdad has dejado tirada a Lupe ahí fuera?

—Lupe ha tenido que irse, una cosilla que tenía que hacer. —Se acercó, con los ojos muy abiertos—. ¿Quieres que nos pongamos con eso?

—¿Eso? —La miró extrañada.

—Sabes a lo que me refiero, estúpida. —Se levantó de un salto—. ¡Venga, que seguro que hoy me ganas más de una vez!

Yesira soltó una risita sincera, la primera en toda la semana.

—Que sí, te estaba picando —cedió al fin, tendiéndole la mano—. Hala, niña, ayuda a esta vieja a levantarse, que ya no me dan las fuerzas —graznó, poniendo voz de ancianita desvalida.

—Intentabas picarme, dirás. Venga, abuela, es hora del paseo.

Le cogió de la mano, levantándola con esfuerzo, mientras Yesira se hacía la remolona entre risas. Sin darse cuenta, ya estaban ambas sentadas frente a la pantalla del ordenador de Yaiza, jugando a Super Smash Bros. Ocurrió lo que siempre: Yaiza la apalizó durante toda la tarde, hasta que la última partida, justo antes de cenar, eligió un personaje al azar, para dejar ganar a su hermana. Yesira sabía que jamás podría vencerla de igual a igual, pero no le importaba lo más mínimo. Aunque fuera la misma historia cada vez que se ponían, era otra clase de rutina. Aquella le hacía sonreír, le hacía soñar con una vida liberada de convencionalismos en la que podía ser ella misma. Una cara que solo podía mostrar ante su hermana, pero que, en cierta manera, le gustaba reservar para cuando se sentía realmente feliz. Dejó escapar un chillido, mientras veía a la princesa de vestido anaranjado caer sin remedio al vacío, bajo la gélida mirada de la bola rosa controlada por su hermana.


Lupe resopló, cargando con su cartulina, sin comprender cómo una tía tan guay como Yaiza podía ser hermana de aquella cretina reflectante. Se montó en el ascensor, que la esperaba libre y en silencio. Tocó el botón del piso bajo, cuando escuchó un breve «hola», con acento extranjero.

A su lado, como materializado de la nada, un chico de cabello rubio grisáceo estaba apoyado en la pared. Parecía ocultar su nerviosismo tras una muy mal disimulada calma. Lupe lo miró de reojo, extrañada. Mientras salía por el portón, camino de su casa, se preguntaba cómo era capaz ese chaval tan escuchimizado de soportar el calor con aquella sudadera negra. En cuanto a de dónde había salido, eso ya ni se lo planteaba.

por Spring

Un comentario en «La Facultad I: Fuertes y débiles»
  1. Me ha gustado bastante comenzar a leerte a través de esta serie, Agustín. Enganchado desde el instante en que se presenta a Yesira a través de sus gestos, expresiones y pensamientos internos. ¡Deseando estoy que publiques el próximo episodio!

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