¿Y si es verdad, ángel en voz y rostro,
que de amor hablan tus ojos azules,
por qué, al sumergirme en ti, no llego
a discernir el fondo?
Anónimo, Farsa (frag.)
Unos zapatos de cuero lustroso yacían desparramados por la alfombra de color bermellón. Esta, a su vez, se extendía a lo largo y ancho de la habitación, topando con las paredes, de forma que sus extremos acariciaban los zócalos de madera de roble centenario. Elevándose como acantilados verticales, los muros apenas tenían huecos para respirar, engalanados por telas de colores exóticos, insignias rampantes y alguna que otra cabeza disecada de macho cabrío, cuyas pupilas horizontales hacían las veces de vigía de todo y testigo de nada. Aquellas zonas desvestidas de lujo servían de reposo a muebles de ébano. Una cómoda, en cuya tabla superior compartían el apretado espacio figuritas de animales de cristal, medallones enmarcados y una colección de huevos de metales preciosos cuidadosamente colocados en fila. Una fina película de polvo los cubría, arropándolos en un estado vetusto y que nublaban el brillo que una vez tuvieron. A su izquierda, un inmenso armario del mismo material, que casi rascaba el techo. Techo que representaba, de forma circular, una escena sacra. Un hombre recibía de otro un trozo de pan, pintado con los colores amarillos más vivos que en el mundo se podrían haber imaginado. Este lo recibía con la rodilla hincada, mientras una gruesa venda tapaba sus ojos.
La pintura mostraba un momento clave en la religión de aquellos que habitaron una vez ese mundo. Había un dicho asociado a éste, algo así como el pan que recibas, ciego lo… ¿tomes? Algo así sería. El hombre tosió.
En el centro de la estancia, del rojo de la alfombra emergían cuatro patas plateadas, que sujetaban un colchón que una vez fue, pero que ahora dibujaba tonos cetrinos por la edad. Un dosel sin cortinas, también en plata, abrazaba la cama en la que yacía el hombre. Tapado por mantas de color magenta y dorado, y por una sábana que ya comenzaba a apolillarse, todo lo que podía verse de él era su cabeza. Cubierta de pelo castaño en cráneo y barba, su melena comenzaba a rebosar por ambos lados de la cama. Aparte de la longitud desmedida de su cabello, su rostro denotaba una salud envidiable. Unos pómulos rosados, unos labios carnosos y bien alimentados. Pero si alguien, quien fuera, osara acercar su atención a sus ojos, se daría cuenta del auténtico terror de su situación. Porque en esos ojos, no había nada.
Sí, había pupila. Pero se mantenía estática, sin moverse un ápice. Sí, había iris. De un color violeta intenso, que refulgían en la semiluz que se colaba por la rendija de la única ventana de la habitación como dos fuegos fatuos sobre un pantano. Porque no habría mejor descripción para el blanco de esos ojos, que sólo en nombre podrían llamarse de esa forma. Como bañados en la tinta más oscura, descansaban como dos perlas negras en sus cuencas y, sin recibir un solo parpadeo en quién sabe cuánto, mantenían la vista fija en el fresco del techo. Examinando cada detalle de la pintura, cada línea de movimiento en las extremidades de los personajes, cada toque de luz en sus humildes vestiduras. Escrutándolos, como si no lo hubiera hecho ya mil y una veces.
El hombre volvió a toser. Sus pulmones no estaban enfermos. De hecho, el más sabio y experto de los practicantes podría haber afirmado, sin temor alguno a equivocarse, que eran los pulmones más sanos que la medicina podría haber tratado. Sin embargo, tosía. La razón por la que profería ese sonido no tenía nada que ver con su salud.
Su tos era el único ruido que había escuchado en siglos. Ni viento desde el exterior, ni pasos más allá de la puerta, sellada entonces por quienes debieron ser su ayuda de cámara. El silencio que envolvía su habitación mantenía la emoción en estasis permanente. Aunque el hombre no había dejado de pensar aún, todo lo que podía sentir era una vaga brisa, un retazo que se le presentaba como remordimiento, aunque ya apenas podía reconocerlo como tal. Un pesar tan erosionado por dicho silencio, que había trascendido tragedia y comedia infinitas veces, para dejarlo en un guijarro que, a pesar de su casi inexistencia, permanecía engorroso en algún lugar de su pecho.
Ese pedrusco tomaba varias formas, los días que quería hacerse notar más. El traqueteo de zapatos sobre moqueta. Un ensordecedor aplauso en la lejanía. Un escozor en la parte posterior de la lengua. Pero el recuerdo más constante, el que más solía reposar sus alas en su memoria, era el de unos ojos redondos y azules. Azules como algo inmenso y azul. Por alguna razón, esos ojos seguían regresando como la golondrina al calor. Sin embargo, no venían acompañados de nada más. Ni de la cara del dueño, ni de la razón por la que eran tan importantes.
El hombre arrugó la frente, ya que estaba volviendo a ocurrir. Como cada vez, hizo un esfuerzo por rebuscar en su agarrotada mente, tocando como un ciego con su bastón. No sabía ni el qué, pero aun así, siguió apartando telarañas. La búsqueda duró pocos minutos, el tiempo que tardó en darse cuenta de que, una vez más, no encontraría respuestas. Tan solo dos anillos de zafiro envolviendo dos pupilas, que le observaban fijamente, como burlándose de su propia indolencia.
Ese desprecio, no obstante, no obtuvo efecto alguno. Innumerables veces había intentado hallar lo que escondían, sin éxito. Así que, lo que alguna vez pudiera haber sido motivo de exasperación, se había automatizado hasta convertirse en un hábito tan insignificante como respirar cuando no se tiene aire. Como jamás se oirá quejarse al reloj por dar la hora, de la misma forma el hombre convivía con su pérdida y su inmortalidad. Compañeras de silencios, que no se acabarían nunca. Por siempre, nunca.
De pronto, un leve rasguido de cuerda acarició sus oídos.
Como un látigo, la tensión recorrió su espinazo hasta toparse con su cadera. Una humedad fría se aferró a su espalda, mientras los dedos de sus manos temblaban bajo las sábanas amarillentas.
Aquello era nuevo. No, nuevo no sería lo más adecuado. Más bien era la reapertura de una herida cicatrizada, el vívido recuerdo de una pesadilla de juventud. Terror. Terror por lo desconocido, por el cambio inesperado.
O quizá, terror a sentir terror, a sentir algo en absoluto.
Pasaron unos segundos, después minutos, hasta casi media hora. Con sus oídos de par en par, el hombre permaneció a la escucha. Lo que comenzó como un instinto de presa, se fue transformando en una espera que hizo que se planteara si, al fin, había perdido el juicio. Aunque sabía que su cerebro era incapaz de deteriorarse hasta tal punto, en el fondo albergó la esperanza de que así fuera. O que, si de verdad lo había escuchado, hubiera algo, o alguien más. Lo que fuera. Amigo, enemigo, la Muerte misma. Hubiera dado lo que fuera porque fuera real.
Sin embargo, cuando se cumplió la hora, aquella esperanza comenzó a extinguirse. Al final, la habitación estaba muerta. Y él, vivo. Y ambos, solos. La gota de agua en el desierto había resultado ser más arena. Igual de seca, igual de inerte.
De repente, sintió sus labios mojarse. Cuando ya se disponía a dirigir su mirada a lo alto y olvidar lo sucedido, algo diferente volvió a ocurrir. Esta vez, un silbido. Entonando una melodía que… ¿Qué clase de melodía…?
¿A qué le recordaba tanto?
Aunque su cuello se mantenía lozano y saludable, tanto tiempo de inmovilidad le había pasado factura. Pero aunque al girarlo se hubiera roto como un junco seco, le hubiera dado lo mismo. Porque ese trinar, que cada vez sonaba más y más, escondía su forma en la esquina más sombría de su habitación. Poco a poco, fue dándose la vuelta. Cuando su hombro se despegó del colchón, sintió un hormigueo profundo en su omóplato. Un escozor que se extendió hacia el colodrillo, que le instó a que recuperara su posición inicial, la que llevaba sosteniendo desde siempre.
Pero el hombre no hizo caso. Como si el segundero desafiara su mecanismo, y comenzara a rotar en sentido contrario, su voluntad resurgió cual ave fénix, sacudiendo la ceniza de su plumaje. Siguió moviéndose, más hacia la izquierda. Su cuello, crujiendo con cada milímetro. No le importó, debía verlo con sus propios ojos. Aquello que se había atrevido a hacerle despertar, tras tanto tiempo dormido. Por fin, logró voltearse. Dirigió su mirada anhelante hacia el lugar del que provenía y…
Nada. Una leve penumbra que no podría esconder ni a un recién nacido. Un armarito cúbico con estúpidos objetos sin valor. Nada.
El hombre tosió. A pesar de que sus ojos seguían brillando de esa forma innatural, un gris se adueñó de sus pupilas. Rendición. Esa era la palabra que mejor definía lo que sintió, mientras regresaba a su estado natural: boca arriba, recto como una tabla y con la mirada al techo. Un castigo que, hasta ese día, había olvidado que era tal.
Había olvidado lo que era la verdadera pérdida, lo que de verdad significaba tener algo que perder. Lo que dolía, y el mero hecho de que doliera. Que le arrancaran de su tumba una vez muerto, para matarle de nuevo. Cerró los párpados, mientras su labio inferior hacia ademanes de temblor. ¿Era aquello injusticia? ¿O tal vez, remordimiento? Tanto tiempo sin sentir había convertido en polvo el significado de palabras como aquellas.
Oh, Calamidad… A tu cena fui invitado, y como tal, venido soy.
Una voz profunda de barítono resonó de pronto en sus oídos. Ya fuera porque era la primera que percibía en siglos o por lo repentino de la situación, el corazón le dio un brinco de tres metros. Aquel subibaja de emociones lo dejó tiritando, sin saber cómo reaccionar. Por suerte o por desgracia, lo que vio al abrir los ojos terminó de rematarlo.
Sobre él, velándolo como una estatua, se alzaba la figura de un hombre alto y pálido, de cabello canoso y largo. Nítidamente afeitado, a excepción de un bigote del mismo color posado sobre su carnoso labio superior, que alzaba en una sonrisa de índole indescifrable. Vestía una túnica de color oscuro que le llegaba hasta los tobillos, así que desde su punto de vista, bien podría haber estado levitando a ras de la alfombra. Desde su forma oscurecida, resaltaban como dos faroles sus ojos, de un sobrenatural dorado. Mesándose la barbilla, ladeó un poco la cabeza, con gesto de curiosidad. Entonces, habló.
—Sin duda, sorprendente. No sería vez primera que encontramos un predicamento como este, pero no deja de intrigarme. —Aunque su voz provenía de su garganta, parecía surgir de cada rincón de la estancia—. Decidme, ¿cómo acaba arropado como un chiquillo el más grande entre los grandes?
En respuesta, el hombre tosió. No es que no quisiera hablar, de hecho, las palabras se le apelotonaban en el gaznate. Sin embargo, tanto tiempo sin pronunciar alguna hacía que se atascaran justo antes de salir. O tal vez había olvidado cómo desplazar la lengua según la consonante que tocara. Por lo que fuera, en lugar de una frase inteligible, profirió una sarta de quejidos secos que casi le hicieron escupir las entrañas. Al darse cuenta de lo que ocurría, su invitado lo detuvo colocando la mano en su pecho.
—Mis más sinceras disculpas, pues bien parece que una barrera nos separa. Nada infranqueable, por supuesto. Tan sólo permitidme un instante…
Entonces, encorvó su espalda y comenzó a toser de forma salvaje. El hombre, que ya había abandonado cualquier pretensión de entender lo que estaba pasando, lo observó sin parpadear. Los carraspeos que emitía se hacían más y más ensordecedores, hasta el punto de que hilillos de saliva comenzaron a caer de sus comisuras. Entonces, ocurrió el enésimo prodigio.
Entre expectoraciones, el hombre pudo entender la palabra: «hola». Aunque en principio creyó haberlo imaginado, cada vez más sonidos empezaron a tener sentido y ritmo, hasta que, aunque seguía haciendo la moción de tosido, pudo escuchar con claridad:
—Mi buen señor, probad ahora a expresar su asombro.
En respuesta, para variar, el hombre…
—¿Quién demonios eres tú? ¿Cómo es que estás vivo?
No. No podía ser. Estaba seguro de que acababa de toser. Entonces, ¿esa voz? ¡Sí, esa era su voz! No sólo eso, ¡sino que era la que tenía cuando aún ni siquiera había subido al trono!
—Permitidme que responda a esta primera pregunta. —Se irguió, limpiándose el sudor de la cara con un pañuelo, que sacó con garbo del bolsillo de su túnica—. Mi nombre es Apof. Del clan del Ocaso, músico de troupe itinerante y los dedos más rápidos en este reino y los cinco adyacentes. Un inmenso placer conocerle, su Majestad.
Le extendió la mano, pero no encontró compañera, ya que el hombre continuaba tapado hasta el cuello, con una expresión de sobrecogimiento que bordaba el trance. Al verlo, Apof del Ocaso rio de buena gana, como el cómico de una ópera, al tiempo que se inclinaba con grácil cortesía.
—No os preocupéis, si os dijera cuántas veces he visto esa mirada de pichón caído del nido… —Se giró, caminando mientras tarareaba hacia un grupo de muebles, y agarró una silla con inusitada rapidez—. No le importará que tome asiento, ¿no? Me colocaría junto a vos en la cama, ¡pero qué graznarían sus criados si nos encontraran así…!
Sin darle tiempo a que considerara la petición, el músico ya se había recostado en su silla de ébano antiguo, de la que se vertían delgados hilos de polvo, como el goteo de un reloj de arena. El hombre resopló, irritado por los manierismos de aquel insolente juglar. Aprovechando que por fin había cerrado el pico, volvió a intentar comunicarse. De nuevo, tuvo éxito.
—¿Se puede saber qué es lo que estás haciendo aquí? ¿Cómo es que has podido entrar? ¿Cuándo has entrado? ¿Por qué puedo hablar?
Apof sonrió, mientras jugueteaba con uno de los huevos de metal, desplazándolo de un dedo a otro como un experto prestidigitador.
—Podemos empezar esta vez por la última, si le parece. —Lo hizo girar sobre su dedo índice—. Por suerte o por desgracia, parece que este reino no es ajeno al concepto de la magia. Sólo hay que veros a vos. —Le señaló con la otra mano, apuntando a sus fulgurantes iris violeta—. Así que no le sonará tan peregrino. Digamos que entre mis innumerables aptitudes, se encuentra el uso de una magia que me permite afinar vuestra forma de comunicación con la mía. Otras veces es más sencillo, ya que es cuestión de lenguas. En vuestro caso, ha habido que soltar una pizca de flema, pero la pena ha merecido, ¿no creéis vos?
En su reino, eso de la magia no era algo natural. Ni siquiera sabían que algo así podía existir, no hasta que ocurrió…
—¿Qué ocurrió?
Apof le clavaba la mirada como un felino a su presa.
—¿A qué… te refieres…? —preguntó el hombre, incómodo. ¿Qué acababa de ocurrir? ¿Acaso había leído sus pensamientos aquel…?
—Una mala costumbre, viene de familia. Muchas veces cuesta diferenciar entre lo hablado y lo discurrido. Sea como fuere, de nuevo me disculpo. —Arrimó la silla—. En fin, le preguntaba sobre los acontecimientos que llevaron a este mundo a como está actualmente. Y la razón por la que, en este momento, aún puedo dirigirme a vos y no a vuestro fantasma. Puedo hacerme a una idea, pero me gustaría oírlo de vos, en calidad de testigo.
—¿Y cómo es que te interesa tanto? —inquirió, mordiéndose el labio.
—Manías del oficio —sonrió, cruzando las piernas—. Un letrista siempre está a la caza de historias. La de vos podría quedar inmortalizada en el catálogo de mi troupe. Y le aseguro que pocos honores superan ese, mi buen señor.
En cualquier otra situación, el hombre hubiera montado en cólera. Por el allanamiento mágico, por la grosera actitud hacia su noble persona, por los malabarismos con una pieza de joyería que valía más que las cabezas de toda la corte real. Sin embargo, no protestó. Puede que por el carisma inherente de Apof, puede que por el agotamiento mental de haber presenciado tanta demencia seguida. Puede que porque aquella podía ser la última vez que, recobrada la capacidad, pudiera relatar su historia, o los pedazos de ella que aún quedaban en el fondo del cuenco. Y también, porque tras tantos años de soledad, hasta la compañía de aquel gandul desgreñado le resultaba de aprecio. Por eso, el hombre se incorporó un poco, apoyando el cogote en el cabecero de su desvencijada cama.
—Poco o nada me importa si vas por ahí deletreando lo que voy a contarte. No es que vayas a tener mucho público igualmente.
—No es de obligación que así sea. Comience, por favor.
El hombre respiró hondo. No tosía.
—Pues, para empezar, mi nombre es Polyandro I de Aquilea, monarca supremo de este continente. Mi familia es… —Se detuvo un segundo—. Era la dueña de una flota mercante. Apenas recuerdo mi infancia, aunque no es ninguna tragedia. Ni las caras de mis padres. Pero eso no viene al caso para lo que te interesa, ¿no?
Apof asintió, sin cambiar de expresión.
—El caso es que una mañana… alguien se me acercó. —Su rostro se ensombreció—. Una dama de mi edad, más o menos. Me hizo una propuesta. Y yo la acepté.
—Dejadme adivinar, os lo imploro. Adoro anteponerme a los giros de guion —le interrumpió el artista, con los ojos muy abiertos. A pesar de su apariencia avejentada, cualquiera hubiera confundido su energía con la de un crío exaltado—. ¿Gracias a esa propuesta fuisteis coronado rey?
—Si quieres, relatas tú y yo callo.
—De ninguna manera, debéis ser vos quien lo haga. Cierro y tiro la llave, pero continúe, se lo ruego.
—En fin… —bufó, disimulando una leve sonrisa—. Es cierto que ese pacto me llevó al trono, pero no es de eso de lo que quiero hablar ahora. Sino de ella.
»Sus cabellos eran dorados como el sol. Como el trigo a punto de ser recogido, como el más puro de los lingotes. Su cara, redonda pero algo picuda en la barbilla y con la nariz aguileña. Sus ojos… eran azules. Como el mar que tantas veces recorrí junto a mi familia. ¿Sabes? Siempre soléis decir los poetas lo de «ojos como el mar». Pero te aseguro que, con un solo vistazo a los suyos, quemaríais cada cancioncilla, cada verso que mencionara esa metáfora. Porque zambullirse en ellos deja a los de todas vuestras amadas ficticias a la altura de los charcos de los que beben los perros y vagabundos. Así como lo digo. Ay… En mi eternidad, he olvidado tanto… pero por alguna razón, esa cara y esa sonrisa han vuelto a mí como si no hubieran pasado los días. Y aun así… Un momento… Apof, ¿por qué de pronto la recuerdo de forma tan vívida? ¿Por qué ahora, y no antes, recuerdo que eran de ella esos ojos que tanto aparecen entre mis delirios?
—En mi clan tenemos más de un dicho. En este caso, vendría al pelo el siguiente: una estrella nunca deja de brillar, es quien las mira el que ha dejado de recibir su brillo. No es del que estoy más orgulloso, la verdad. Pero proseguid, estábamos en su encuentro con… ¿Cómo decíais que se llamaba?
—Aurelia —dijo con convicción. Jadeó, atónito.
Un nombre. Había recordado un nombre. Algo que en eras no había sido capaz, ahora lo podía sin apenas empeño. Haciendo un esfuerzo por suprimir las emociones que le embargaban, apretó los párpados, para seguir.
—Aurelia, su nombre era Aurelia. La mujer que me prometió todo. Riquezas, poder, reconocimiento… A cambio de que, una vez los obtuviera, ella recibiera de mí lo que deseara. Al principio yo… no supe que decir, la verdad. —El hombre se sonrojó un poco—. Dime tú cómo te tomas que semejante diosa te aborde de repente y te ofrezca algo así…
—Pocas cosas en la vida harían enmudecer a un poeta, y esa bien podría estar en la lista —convino Apof.
—Amén. Entonces comprenderás que acabara aceptando, a pesar de que mi deseo no era una corona, sino poder mirar su rostro cada día de mi vida. Y lo más increíble de todo no es que me atreviera a decirle algo así, sino que ella aceptara. Así, sin conocerme. Nos casamos al poco tiempo y, gracias a la buena fortuna que me prometió el día que nos conocimos, los astros se alinearon y mi familia se enriqueció con sus comercios. Acabamos teniendo el monopolio de las rutas marítimas y, después de que el antiguo rey muriera sin descendencia, mi Aurelia hizo sus sortilegios para que acabáramos donde estamos. Hasta a ella se le ocurrió este nombre que llevo, con más garbo nobiliario. ¿Pues no resulta que los Aquilea descendían de la familia real en sexto grado? Nos mudamos a este palacio y fuimos felices, ya que teníamos todo el tiempo del mundo para querernos y hacernos compañía. —El hombre sonreía de oreja a oreja, con su mirada perdida en tiempos ya pasados—. Tanto milagro junto realmente parecía cosa de magia, ¿no crees?
—No lo dudo, amigo. —Se atusó el bigote, pensativo—. Entonces, el renombrado Polyandro I llega al trono de la mano de su dilecta esposa. ¿Cómo llegamos de ahí a…? —Le señaló con un además de la mano—. Ya me entendéis.
El hombre guardó silencio unos minutos, mientras abría los ojos como platos y su tez emblanquecía como la tiza. Lo que fuese que estaba recordando en aquel momento, hizo que la sonrisa de bobalicón se le borrara, dando paso a un rictus helado. Cuando volvió a hablar, lo hizo con gravedad, casi temiendo el significado de lo que iba a relatar.
—Una noche, cuando íbamos a irnos a dormir, Aurelia me preguntó que si la quería. Yo, por supuesto, le aseguré que por encima de todas las cosas. No mentía. Ella me miró con dulzura. Me preguntó que hasta qué punto sería capaz de demostrárselo. Yo… le dije que haría lo que me pidiese, ebrio de amor. Entonces, me preguntó que si sería capaz de dar mi reino, a mi gente, todo cuando poseía, para estar con ella por toda la eternidad. Yo… Yo… se lo juré, Apof. Le juré que lo daría todo, sin excepción. —El hombre empezó a temblar.
—¿Y qué ocurrió entonces?
—Ella me sonrió. Me dio un beso, y se durmió cara a cara conmigo. Cerré los ojos y… —Tragó.
—Decidlo.
Finalmente, las lágrimas se escaparon de los ojos del hombre, mojando sus mejillas como un riachuelo recién nacido.
—No… la volví a ver más. Al despertar, ya no estaba. ¡No estaba! La busqué por todas partes, Apof, por cada rincón del reino. Envié a cientos de mensajeros, pagué millonadas a cazarrecompensas por si alguien la había secuestrado, ¡pero nada! ¡Se había desvanecido, de la misma forma que se presentó ante mí! ¿Por qué se fue, Apof? ¿Por qué me dejó solo, con mi tristeza? Y entonces… Entonces… —balbuceaba como un niño asustado, mientras la agria cascada de la memoria ahogaba sus sentidos—. ¡Ocurrió todo lo demás! Cientos de personas muriendo de hambre, por más que comieran. Cada vez quedaba menos gente, y de pronto… Solo quedé yo. Encerrado en mi habitación por mi propia ayuda de cámara. Todo por mi culpa. Por no cerrar mi bocaza, por no abrazarla esa noche para que no se apartara de mí. ¡Sabe el cielo! ¿Qué podría haber hecho? ¿Cómo podría haber evitado todo esto? ¿Debí haberme negado al principio, rechazar su oferta? ¿Seguir cargando cajas en los barcos de padre, morirme en alta mar y no haber conocido jamás al amor de mi vida? ¡Dímelo! ¡Dímelo, maldita sea!
El hombre estaba ya de pie, tambaleándose por la falta de práctica. Se abalanzó hacia el músico, que no retrocedió ni un paso. En cambio, lo agarró en su caída y, volteándolo con gran vigor, lo tomó en su regazo. Aunque al principio se resistía, con manotazos y pataleos, pronto acabó allí sollozando con amargura, indefenso y con las manos en el pecho.
Apof inspiró, y toda la habitación guardó silencio. Entonces, cantó. Cantó de forma que, en cada rincón del mundo, su canción fuera escuchada.
Una alhajilla tengo
Un buen sombrero
Un trocito de pan…
¿Quizá un ‘‘te quiero’’?
El hombre se quedó sin habla. Esa canción era la misma que había silbado Apof antes de mostrarse ante él. La misma… que ella iba cantando antes de cruzarse con él por primera vez, en aquel camino que atravesaba los campos de cebada.
★
Y allí estaba de nuevo, en ese mismo sendero. Frente a ella, su vestido verde claro, su cabello de oro. Sus ojos azules. Su sonrisa. El firmamento titilaba sobre ambos.
—¿Aurelia…?
Siento mucho lo que nos hice, mi vida. Tú no tienes la culpa de nada, sólo yo.
—No, si yo no te hubiera dicho eso, tú…
No es pecado amar hasta desgañitarse el alma, Poli. Te merecías mucho más que alguien como yo.
—¡No digas eso! ¡No es cuestión de merecer o no merecer! ¡Yo… te elegí ese día!
Y yo también te elegí. Y por ello… te hice pasar por demasiado. ¿De qué sirvió…?
—¡Y volvería a pasar de nuevo, sólo por volver a ver tu sonrisa! ¡Por volver a besarte, a despertar de nuevo a tu lado! ¡Sirvió para saber que en esta vida, y en todas, escogería estar a tu lado! ¡Pasara lo que pasase!
Entonces, ven conmigo, amor. Escógeme otra vez…
—Sí… ¡Sí, mi amor! ¡Y esta vez, no te perderé, pase lo que pase! ¡Espérame! ¡Aurelia!
★
Los ojos del hombre comenzaron a apagarse. El violeta perenne de sus iris se fue extinguiendo, hasta que el hombre llamado Poli Aquilea espiró su último aliento. Apof lo dejó arropado en su cama, observando como su piel comenzaba a arrugarse. Luego, volvió a tomar su pañuelo, limpiándose de nuevo la comisura de sus labios.
A su lado, una joven de baja estatura y de cabello azulado, vestida con la misma vestimenta que el músico, rasgaba un violín con suma delicadeza. Una vez terminó, abrió sus ojos, que compartían el tono áureo con los de Apof.
—Padre… Tus decisiones me pasman a veces —musitó, muy seria—. Es evidente que esta Aurelia es la Calamidad. Una bruja que maldijo a este pobre diablo, y lo usó como medio para acabar con toda la vida de este mundo. Entonces, ¿por qué dejar que su última memoria sea la de un amor perdido, en lugar de la razón de su funesto destino? ¿No se merecía la verdad?
Apof le revolvió el cabello de la coronilla, a lo que la chica se revolvió, molesta.
—Mi dulce Érina, si de veras va en serio esta cuestión que me planteas, sin duda te falta algo muy importante, si sigue en pie eso de sucederme como cabeza de la Troupe.
—¿Y de qué se trata, si puede saberse? —preguntó, aferrándose al violín como a un peluche.
Como única respuesta, Apof rio. Sus potentes pero elegantes carcajadas inundaron la habitación, hasta que su eco fue lo único que quedó en ella, ya que ambos seres se habían desvanecido para siempre de la existencia de aquel mundo vacío.
La cama también estaba vacía. Tan sólo polvo quedó bajo las sábanas.