Uno. Dos. Brazo hacia la derecha. Tres. Cuatro. Mantener el equilibrio con la cintura. Uno. Dos. Vuelta a empezar. La silla la observaba, desafiante. Golpeó el respaldo en ambos laterales con la rama de encina. Luego, se retiró de un salto. Resoplando, repitió el proceso unas diez veces más. Uno. Dos. Algo más arriba, debía atacar más hacia arriba. Tres. Cuatro… y cinco. Cayó de espaldas sobre su cama de flores. Dejó caer la mano, cerrada en un puño. Sacudió su cabeza, despejando su rostro de cabellos de color rosa pálido. Así no había manera, pensaba mientras alzaba frente a ella lo más parecido a una espada que había visto en su vida. No mientras su futuro siguiera atado al de aquella prisión de luces y geometrías imposibles: el Buqué.

Construido en los albores del mundo, era el hogar al que, como sus doce hermanas mayores, estaba encadenada. Un palacio cristalino de planta suntuosa, que destacaba por un alto torreón de cristal en punta. Aquella alabarda, que desafiaba toda ley de la gravedad, perdía su punta entre las nubes, amenazando con rasgar los cielos con ella. Tal era el brillo que reflejaba aquel puntal, que los viajeros solían usar el Buqué como referencia para orientarse, ya que su fulgor era visible desde cualquier parte del mundo conocido.

Las feeras como ella no tenían permitido salir del castillo, bajo ningún concepto. Eso les había repetido, desde que nacieron del interior de enormes flores, aquella a quien llamaban madre: Magnolia, la Magna Feera.

Muchos de los seres pensantes del mundo conocido habían tratado de entender la naturaleza de las feeras. La magia no era extraña para ninguno de ellos, ya que solo contadas razas carecían del don para controlarla. Sin embargo, en aquellos seres etéreos y misteriosos, el potencial mágico era infinito. Las feeras expelían magia por cada poro de su cuerpo. Exhalaban magia a cada respiración. Eso, según los estudiosos, los convertía en seres virtualmente omnipotentes.

Sí, las feeras eran poderosas e incomprensibles. Y eso, para los humanos, era sinónimo de peligro.

Alguien llamó a la puerta, sacando a Lis de sus pensamientos. Se recolocó su incómodo vestido de pétalos de lirio y, apretando los labios, fue a abrirla. Se encontró de frente con la mirada cansada de Astromelia, su hermana de cabellos de nieve.

—No me mires así tan de mañana, Lis. —Sonrió la feera, apoyándose en la pared—. ¿Ya estabas otra vez meneando el palo ese? Ya sabes que madre…

—¿Qué quieres, Melia? —preguntó cortante Lis, que no veía el momento de darle con la puerta en las narices.

—Tampoco hay necesidad de ser hostil. —Fue a acariciarle la coronilla, pero se apartó—. En fin, venía a decirte que han llegado visitantes, por si te interesaba.

Lis abrió sus ojos verdes lima como platos.

—Espera… ¿Madre ha aceptado una visita? ¿Pero cómo es eso?

—Sabía que eso te haría reaccionar —bostezó Melia—. No he llegado a enterarme del todo, pero creo que se trata de humanos.

—¿¡Humanos!? ¿¡Pero eso no significa que…!?

—No adelantes acontecimientos, y baja la voz —le indicó su hermana, agarrándola del hombro—. Ya sabes cómo es madre, todo depende de que no la hagan enfadar y de que se encuentre de buen humor.

—Ya, pero si sale bien, puede que por fin…

Por primera vez en no sabía cuánto, Lis estaba realmente emocionada. Era demasiado bonito como para ser cierto, pero existía la posibilidad de que, si aquellos humanos venían en son de paz, y su madre la aceptara, por fin las feeras pudieran ser libres. Libres de ir a donde quisieran, para hacer lo que desearan. Lo que desearan…

Lis miró su rama de encina, mientras un brillo se dejaba ver en sus iris de lima.

—Mucho pides tú, enana. —Le cogió de la nariz Melia—. Venga, vamos a ver la comitiva. Deben de estar ya al llegar.

Liberándose con una mirada de odio, la siguió por los pasillos de piedras translúcidas hasta la sala del trono. Situada en el centro del palacio, sobre el suelo de aguamarina, se alzaba la colosal lanza de cristal tintado, que iluminaba la estancia con infinidad de colores inimaginables. Pudo vislumbrar, al otro lado del salón, a cinco de sus hermanas, también expectantes tras las columnas. La puerta al fondo de la estancia se abrió de par en par. En lugar de la engalanada procesión que Lis imaginó que presenciaría, todo lo que atravesó el quicio fueron tres personas cubiertas por capas empapadas. Los situados a los extremos anduvieron hacia el trono con la cabeza gacha, como temiendo que un rayo les partiera allí mismo. El del centro, sin embargo, admiraba la vidriera cónica con una amplia sonrisa, que se dejaba ver tras los pliegues de la capucha. Así alcanzaron la escalinata que el sillón de flores perennes coronaba. Allí, junto a dos de sus hijas, la Magna Feera los escudriñaba desde lo alto. Cubierta por un grueso velo negro, rematado por una peineta con forma de tulipán, parecía expectante a lo que los recién llegados tenían que decir.

El individuo en el centro se descubrió el rostro. Para la sorpresa de todas las presentes, resultó ser un chico de no más de dieciocho años, de pelo largo y rizado y ojos de arenisca. Inclinándose un poco, habló con tono potente, que se reverberó por toda la sala.

—Es un honor para mí estar ante vos, Magna Feera.

La voz tras el velo carraspeó un poco.

—El gusto es mío, Alteza —mintió con voz melodiosa—. Pero, por favor, llamadme Magnolia.

Lis estaba atónita y su hermana no parecía menos. Alguien a quien su madre permitía referirse con su nombre… ¿Y qué era eso de Alteza? ¿Quién demonios era ese chaval?

—De acuerdo, si así lo deseáis. —Sonrió el chico, rebuscando en el bolsillo de su capa.

De ella extrajo una flor, algo débil por el largo trayecto que había vivido sin una rama de la cual alimentar su belleza, pero con sus pétalos rosas aún relucientes.

—Una rosa… —suspiró la Magna Feera—. ¿Es esto una disculpa, Alteza?

—Es la intención, Magnolia —respondió, sin recelo por el nuevo tratamiento—. La verdad es que mi escriba había preparado un breve comunicado, pero, sin desmerecer su labor, considero que convertiría un acontecimiento como este en un trámite burocrático, en lugar de un reconocimiento de culpa verdadero. Por lo tanto, solo diré que… —Se arrodilló, frente al asombro de todos— por favor, perdonéis los pecados de aquellos que me precedieron, y la tardanza a la hora de expresar esta disculpa, que debería haber llegado en el preciso momento en el que vuestro reino fue…

—¿Qué nuestro reino fue qué, Alteza? —lo interrumpió la feera, con voz de ultratumba.

—Que… vuestro reino fue asediado por las fuerzas humanas, y fuisteis despojadas de aquello que más amabais. Iba a decirlo antes de que me interrumpierais, Magna Feer…

—Os repito que me llaméis por mi nombre.

Melia vio acercarse, tras unas columnas, a otra de sus hermanas, la peliverde Calla. Mientras cuchicheaban, Lis se llevó la mano a la frente. Era evidente que su madre reaccionaría así ante la visita de unos humanos, y más si aquel muchacho era de alto linaje. Pero entonces, ¿por qué había permitido que entraran en el palacio? ¿Acaso tan solo quería escuchar su disculpa, para luego escupirles en la cara? Bien pensado, esa opción también casaba demasiado bien.

—Os pido disculpas por esto también. —Se incorporó el humano—. Sea como sea, esta disculpa viene con otras intenciones, que ya imaginaréis. Mi gobierno está centrando todos sus esfuerzos en enmendar los errores de los anteriores reyes, así como las crueldades que perpetraron los ejércitos humanos durante la Gran Guerra. En otros casos, los demás bandos también tuvieron responsabilidades para con mi reino, pero en el caso de las feeras, fuisteis víctimas sin represalia del miedo irracional de mi raza hacia el poder que representabais. Es por ello que, humildemente, pido la paz entre humanos y feeras —Volvió a inclinarse, perdiendo algo de seguridad en el semblante—, así como la posibilidad de abrir las fronteras.

Lis exhaló de excitación. ¿Abrir las fronteras? Su corazón pareció detenerse un instante eterno.

—¿Habéis terminado ya?

Magnolia lo miraba con una expresión de repulsión absoluta. Lis cerró los ojos, desengañada.

—Sí, eso es, en resumen, lo que venía a…

—Enmendar los errores, decís… —La Magna Feera se levantó—. Es muy bonito el cuento que os habéis creado en esa joven mente. Hijas, por favor.

Antes de que el chico pudiera responder, las feeras abrieron con cuidado la parte trasera del velo, revelando la espalda de su madre. Los acompañantes retiraron la vista, aterrorizados, mientras que él la observaba en silencio. Su espalda estaba surcada por dos profundas cicatrices a ambos lados de la columna, desde los omóplatos a la cintura.

—¿Veis esto, Alteza? —alzó la voz Magnolia, al borde del llanto—. ¡Esto es lo que vuestro pueblo hizo al mío, una noche mientras mis hijas y yo dormíamos! ¡Nosotras, que existíamos para velar por el balance mágico en el mundo! ¡Nosotras que, desde el principio de los tiempos, vivimos calladas frente a la mentira que los padres cuentan a sus hijos! Nosotras… —Tragó saliva— que jamás hicimos daño a nadie, ¡fuimos despojadas de nuestra dignidad, violadas en lo más sagrado para nuestra raza! ¡Castradas como bestias! Porque eso es todo lo que somos para vosotros: ¡unas bestias! ¡Algo que temer, algo que erradicar antes de que os erradiquemos! —Se giró, dando un pisotón que quebró el suelo bajo sus pies—. ¡Así que dime, Rey que todo lo enmienda! ¿Acaso sabes reconstruir unas alas cortadas? ¡¡Responde!! —aulló, clavándole sus ojos escarlatas, cuya ira ni diez muros de piedra podrían opacar.

El castillo entero tembló ante el bramido de su soberana. Sus hijas se taparon los ojos, aterradas. Hacía mucho tiempo que su madre no mostraba su vergüenza y, a pesar de que sabían lo que iban a hacer, el efecto fue demasiado para ellas. Lis fue la única que hundió su mirada en la espalda mutilada. Se tocó la suya, apretando los dientes. Aunque ella era, con diferencia, la que mejor había superado la Cizalla, no podía evitar sentirse desnuda y sucia cuando recordaba aquella noche. Cómo el silencio entre pétalos se truncó cuando aquella horda de bárbaros, entre delirios de grandeza y alcohol, irrumpió en el castillo. No se llevaron nada, ni destruyeron un solo muro. Tan solo entraron en manada, como hienas, en cada una de las habitaciones, y cuando encontraban a una feera, con machete en mano…

—No sé, Magnolia —respondió con firmeza el chico—. Y es cierto que, en su momento, el miedo a vuestro poder hizo actuar a mis predecesores. Sin embargo, ya han pasado más de cien años desde el incidente. Comprendo vuestro recelo y el odio que sintáis hacia mí, o hacia mi raza, pero esta visita no tenía más intención que…

—Que la de reíros de mí, Alteza —le cortó, levantando su brazo, fino como el tallo de una margarita—. ¿En serio creíais que unos meros cien años son algo para mí, que vi con mis propios ojos la creación del mundo? ¡No intentéis burlaros de mí!

—Magnolia, yo no quería…

—¡¡Silencio!!

Lis aguantó sus ganas de gritar. Ya no había marcha atrás.

—Pero… —Intentó sobreponerse al rugido, pero volvió a ser interrumpido por la cada vez más cavernosa voz de esta.

—Fuera de mi vista. No os atreváis jamás a poner un pie en mis dominios.

—Pensad bien en lo decís, Magnolia—replicó, sin amedrentarse—. Mi pueblo os tiende la mano, el mundo os la tiende. ¿Y vos la rechazáis?

—Ya sabemos perfectamente… de lo que es capaz vuestro pueblo… ¡He dicho que… fuera…! —Cayó de golpe en el trono, tosiendo.

—¿Os encontráis bien…? —preguntó el joven, acercándose, pero algo le hizo retroceder.

—Fue… ra… —Fue su última palabra, antes de que las dos feeras a su lado indicaran, con frialdad, que se marcharan por donde habían venido.

El chico hizo amago de protesta, pero decidió que había agotado todas las posibilidades de diálogo. Colocándose la capa con resignación, levantó las manos en señal de rendición. Su cortejo hizo lo propio y se dispuso a abandonar la sala.

Lis no pudo aguantarlo más. Dando un puñetazo a la columna tras la que se escondía, corrió a su habitación. Tras cerrar de un portazo, hundió su rostro en las sábanas de pétalos y gritó de rabia. Se sentía una idiota redomada, por creer que por fin cambiarían las cosas. Había vivido toda su vida soñando con que, una mañana, su madre la despertaría con una sonrisa prometiéndole que, ese mismo día, abriría la verja de luz y le dejaría ir a donde quisiera, sin límites. Por supuesto, Lis no era una ingenua y sabía que aquello no pasaría de su imaginación. Pero… la visita de los humanos era la ocasión perfecta para que algo así ocurriera. Y, sin embargo… Sus ojos se empañaron unos instantes, los justos antes de que los secara con rapidez. Miró a su alrededor, sin saber qué romper primero. Entonces, vio la silla. Y la rama de encina.

La esgrima era probablemente la razón por la cual Lis no había perdido la cabeza como su madre. No sabía muy bien por qué, dado que, en su familia, nadie le había enseñado a luchar. De hecho, las tres o cuatro veces que Magnolia la había pillado practicando, la había amenazado con arrancarle el pelo a tirones. Sin embargo, cuando blandía su espada particular, y golpeaba rítmicamente a su objetivo, se sentía más ella. Como si conectara de alguna forma con su yo más verdadero. Se levantó de un salto y comenzó su rutina. Uno. Dos. Brazo a la derecha. Uno. Dos. Uno. Dos. Uno. Dos. Lo que empezó con tempo lento y riguroso fue perdiendo poco a poco la precisión, hasta que la feera dejó de pensar. Su cuerpo se movía por sí solo, y, mientras las lágrimas volvían a invadir sus mejillas, comenzó a girar como una bailarina, mientras seguía golpeando la silla con ira descontrolada. Todo había acabado. Ni siquiera la espada era capaz de ahuyentar la sombra que le apresaba desde que nació. Uno. Dos. Tres. Cuatro. Diecisiete.

La rama se rompió en dos. Lis gritó de desesperación, lanzándola contra la puerta.

Estaba abierta.

—Vos sois… alucinante —escuchó una voz tras el quicio.

La feera ahogó un chillido de puro terror, que hizo que el recién llegado se escondiera aún más. Era el chico de antes, aquel a quien su madre llamaba Alteza. No parecía acompañado de su escaso séquito, y daba la sensación de que no sabía ni por qué estaba allí.

—¿Quién te crees para entrar en la habitación de alguien sin permiso…? Casi… me matas del susto, imbécil… —Se sentó en la cama, aún respirando con dificultad.

El chico levantó las cejas, disimulando fatal su sonrisa.

—Per… dona, de verdad, no era mi intención asustarte. Es que te oí y pensé que te ocurría algo. Ya me voy…

—Sí, casi que mejor —sentenció Lis, sin mirarle.

El joven abandonó la habitación en silencio, sacudiendo la cabeza. Vaya bicho raro, pensaba ella, mientras discurría alguna excusa que ponerle a su madre por el escándalo que había armado. De repente, otro susto vino a hacerse con las sobras del de unos momentos antes.

—Mira, mira, disculpa que te moleste, esto ya es lo último, ¡pero es que lo que has hecho es increíble!

—¡Joder, de verdad! —Se llevó la mano al pecho, bufando—. ¿Qué quieres ahora?

—Lo que quiero es que me digas dónde has aprendido a hacer eso. Lo de moverte así, girando —imitó sus movimientos, con cierta torpeza—. ¿Quién te ha enseñado a luchar…?

—Lis, me llamo Lis… —Le miró de soslayo—. Y nadie me ha enseñado.

—Pues se nota, la verdad. —Se detuvo en una de las posturas—. Es cierto que, con este corte, haces mucho daño, pero dejas descubierta la tripa.

—Ya, lo sé, es que… —Tragó saliva—. Se me ha ido un poco la mano.

El chico se rascó la barbilla. Luego la miró fijamente, lo cual la incomodó un poco.

—Perdona —se disculpó, sonriendo—. Es que te iba a decir… Es una tontería muy gorda, pero… ¿quieres venir conmigo?

La piel de Lis se erizó un instante.

—Pero… ¿cómo que contigo? ¿Adónde? —preguntó, poniendo la cara más seria que podía.

—A mi reino, Enda. —Extendió su mano hacia ella—. Sé que parece un insulto, ya que soy de la raza de los que os hicieron… ya sabes. —Le señaló la espalda—. Pero es que tienes un don para la espada. Créeme, de dónde vengo, esto es un arte que se perfecciona durante años. Es verdad que llevo pocos años en mi posición, ¡pero jamás había visto a alguien hacer lo que tú, Lis!

—Ya, imagino… —murmuró, con la mirada perdida—. Pero, aunque quisiera, no podría. Mi madre…

—Que le den a tu madre, sinceramente. —Ante el gesto atónito de Lis, rectificó—. No, quiero decir… que no tienes por qué someterte a ella. Es decir, ¿qué puede hacer ella para retenerte aquí?

—Ella siempre dice que me ocurrirá algo terrible.

—¿Y tú la crees?

Lis le miró, sin comprender.

—Es decir, tú nunca has intentado salir por tu propio pie, ¿no? Y no es que «algo terrible» sea muy concreto.

—No, pero…

—¿Te digo lo que yo creo? —Se levantó—. Creo que, quedándote aquí, solo te marchitarás más y más. Las feeras habéis tomado un camino hoy que no os traerá sino desgracias. Pero tú no deberías seguirlo. —Recogió la rama, entregándosela—. Tú deberías ser la mejor espadachina que ha conocido este mundo.

La mejor espadachina… Un escalofrío recorrió el espinazo de la feera, que se incorporó también.

—¿Vas a decirme tu nombre?

—Puedes llamarme Lea.

Por primera vez en su larga vida, Lis sintió despertar. Rechazó la mano del chico, dirigiéndose a la puerta. La abrió con decisión, y le indicó que saliera con un gesto seco. Él obedeció, con la decepción pintada en el rostro, pero, para su sorpresa, a su espalda ella le seguía con paso firme. Estuvo a punto de hablar, pero ella le calló con la mano. Volviendo a la sala del trono, los acompañantes del humano le salieron al encuentro, preocupados. Este los tranquilizó y les pidió que no levantaran la voz. Extrañados, le siguieron hasta el enorme salón de cristal, en el que la Magna Feera seguía recuperando el aliento. Cuando los vio regresar, golpeó el brazo de su asiento, furibunda.

—¿Qué hacéis todavía aquí? —exclamó, mientras sus hijas trataban de sujetarla para que no hiciera ninguna tontería—. ¿Y qué haces con ellos, Lis?

Fue ella quien habló, disponiéndose entre el joven y su madre.

—Me marcho.

—¿Qué estás diciendo? —se dirigió al chico, taladrándole con la mirada—. ¿Qué le has dicho a mi hija, humano?

—No me ha dicho nada. Soy yo quien ha decidido irse. Me voy a ser la mejor espadachina. Y me da igual lo que digas.

—Espadachina… —Se llevó las manos a la cara—. ¡No, no y no! ¡No consentiré que…!

—Me importa una mierda lo que consientas.

Lis no dudó al decir estas palabras. No es que no le doliera hablarle así a su propia madre, es que esa mujer había dejado de ser su madre hacía muchísimo tiempo.

—No puedes irte… No puedes dejarme sola, eres lo único que me queda… —musitó para sí la Magna Feera—. No puedo perderte también… a ti…

Sus hijas volvieron el rostro, visiblemente dolidas.

—Yo tampoco puedo perderme a mí misma —espetó, mostrándole la rama de encina, dividida y astillada—. Me voy. Para siempre.

Y, sin quedarse a escuchar la respuesta de Magnolia, se dirigió a la salida, no sin antes dedicarle una triste mirada a Melia. Esta asintió. Magnolia trató de levantarse, sin éxito. Emitiendo un susurro casi imperceptible, cayó sin sentido sobre el respaldo de su frío trono. Las feeras a su lado tardaron un segundo más de lo normal en atenderla, aún con los ojos bañados en lágrimas.


—¡Maestra, los aprendices están listos!

—Dudo que listos sea la palabra que buscas, Tilo. —Sonrió la guerrera, envainando sus sables—. Pero venga, démosles el beneficio de la duda.

Abrazó con los dedos de los pies la hierba que pisaba, imbuida en el rocío de la mañana. Respiró hondo, contemplando, con la misma admiración que tiempo atrás, la ciudad de Fortaleza, que se erguía sobre ella. Habían pasado ya cuatro largos años. Cuatro, ni un día más ni un día menos, desde que abandonó aquella cárcel de flores y mentiras, abrazada a una espada de madera.

Lejos quedaba ya ese recuerdo para la legendaria Lis, la nombrada Mantis Orquídea de Enda.

por Spring

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