—Maestro, ¿qué está ocurriendo? —preguntó el joven de la túnica amarilla.

El hombre al que se dirigía, un varón de alta estatura, unos dos metros diez, no respondió. De pelo negro y corto, y perilla del mismo color, en sus pequeños ojos refulgían dos irises de un tono violeta intenso, que parecían incluso emitir luz propia. El otro muchacho, de cabello plateado y orejas puntiagudas, le agarró del brazo, insistente.

—¡Maestro, respóndanos! ¡No podemos…!

—Callaos los dos.

Rectos como velas, se sentaron sobre el techo de cristal desde el que observaban el horizonte. El hombre miró hacia abajo, apoyado en una almena de su torre. Cuatro pisos más abajo, el prado que la rodeaba era un caótico ajetreo; un ir y venir de adolescentes sin rumbo aparente, mientras varios adultos trataban de controlar la situación, sin demasiado éxito. Desde aquel anárquico hormiguero ascendió, envuelta en electricidad, una mestiza rubia de ojos grisáceos, que lo saludó asintiendo.

—No hace falta que pregunte, pero, ¿cómo va todo el tema de organizar a los aprendices?

—Lo siento mucho, Maestro, pero se nos está haciendo imposible —respondió con melodiosa voz la maga—. Odio reconocerlo, pero necesitamos su ayuda.

Sin mediar más palabra, se subió a la almena, y de un paso, se precipitó al vacío. Los dos chicos que estaban junto a él no apartaban la vista, maravillados, mientras el hombre aterrizaba con suavidad sobre la hierba, planeando como una hoja de papel. Una vez preparado, abrió mucho los ojos.

Una onda expansiva apabulló a todos los presentes. Los aprendices sabían muy bien el significado de aquello: el Maestro requería de su atención. Casi al unísono, se detuvieron, dirigiendo su mirada al hombre de los ojos violetas.

—Aprendices de… —comenzó, pero fue pronto interrumpido.

—¿Qué ocurre, Maestro? —preguntó una chica, preocupada.

—¿Qué son todos esos temblores? —inquirió otro, moviendo la cabeza de un lado a otro.

—¿Por qué nadie nos dice nada?

—¡Este es el fin! ¡Ya me dijo mi padre que no tendría que haber venido aquí!

—¡Ha regresado el Demonio! ¡Ha regresad…!

—¡SILENCIO!

Una nueva onda de choque los tiró al suelo. Temblando, se fueron levantando, sin atreverse a abrir la boca. Alguno hizo amago de replicar, pero la mirada de taladro del hombre les disuadió de hacerlo.

—Por favor, no interrumpáis. Esto que va a deciros el Maestro es de vital importancia —afirmó la maga mestiza.

—Gracias, pero no hacía falta la introducción, maestra Serina —bajó la cabeza—. Como quería decir, no merece la pena ocultaros lo que está ocurriendo. Probablemente, seréis testigos de uno de los episodios más negros de nuestro mundo… si no el último.

El silencio no se rompió. Tanto, que podían escucharse, en la lejanía, un ritmo de pasos que, lenta pero inexorablemente, se acercaba más y más.

—Agradezco vuestra atención, porque necesito que me escuchéis, ahora más que nunca. Esos temblores sobre los que preguntabais… son el avance imparable de un ejército.

Entre los presentes, se escucharon suspiros de terror, mientras cuchicheos de incomprensión y miedo se escapaban entre la inmóvil tensión de aquellos que, horrorizados, eran incapaces de articular palabra.

—Atención, por favor —pidió Serina, que no podía disimular su propia preocupación.

—Gracias… —se aclaró la garganta—. A ver si puedo llegar al tema en cuestión. Efectivamente, las tropas humanas están acercándose a la Torre. Todas ellas.

—Maestro… —levantó la mano una joven de piel azul—, ¿puedo hacer una pregunta? —el hombre accedió, con un gesto de mano—. Gracias… Es que me preguntaba que, si la guerra siempre ha estado de nuestra parte, ¿por qué están cargando contra el lugar en el que se encuentran los magos más poderosos? ¿No estarían caminando hacia una muerte segura?

—A eso quería llegar, Nailea —respondió, algo molesto con tanta interrupción—. El ejército de la Corona está liderado por un suicida. Ha dado la orden de ataque total a la Torre. Les da igual perder a cientos, a miles. Están cargando con todos los soldados disponibles, sean cuales sean las circunstancias. Dicho de otra forma, les da igual morir.

—Pero, ¡Maestro! —bajó volando uno de los chicos que le acompañaban—. ¿Está diciendo que han preferido morir, a negociar la rendición?

—Exacto.

—¿Y qué pretende que hagamos? —sollozaba otro alumno, de túnica beige—. Vale que somos magos, ¡pero aprendices! ¡Y apenas llegamos a cien!

—Defender la Torre con nuestra vida.

Detrás de la primera fila, se escuchó a alguien vomitando.

—Yo… no quiero matar a nadie…

—Yo solo quería aprender magia para ayudar a mi familia…

—¿Por qué tiene que ser así…?

—¡Todos, silencio, por favor! —gritó la maga Serina, aunque no podía ocultar las lágrimas de desesperación.

—No es cuestión de si es justo o no… es la razón por la que sois lo que sois —sentenció el hombre, impertérrito—. Si hubierais nacido antes, o después, tan solo seríais aprendices de mago, con un futuro brillante por delante. Pero el presente que vivimos, exige de vosotros que seáis soldados.

—¿Y por qué, Maestro? ¿Por qué ellos tienen un ejército, y nosotros tenemos que ser los soldados de este? ¿No hay magos más fuertes que…?

—Sí, los había. Pero ya no están con nosotros. Por eso, este es nuestro último bastión. El símbolo de la magia en el mundo. Sois jóvenes, no os merecéis esto; sin embargo, esto es lo que hay. Si caemos esta noche, también caerá todo en lo que creemos. Caerá la balanza del mundo, equilibrada en magia y espada. Si caemos esta noche, todas las muertes, los druidas, los laguces, todos los seres mágicos que lucharon por nosotros, habrán desaparecido en vano. Si caemos esta…

—¡¡Solo somos niños!! ¡¡No podemos luchar!!

—Pues tendréis que hacerlo. Porque ellos lo harán, hasta el final.

***

—Por qué… Por qué vamos a…

—Chitón, y sigue caminando, Joan.

—Pero el Coronado se ha vuelto loco… Ha llevado hasta los de la promoción de este año hacia una muerte segura…

—El Coronado sabe lo que hace. Estamos tan cerca, que no debemos ceder. Recuerda, cuando nos alistamos en la Orden de Guerra, lo hicimos para luchar según el corazón de nuestro líder, sin rechistar. Y si su corazón desea que libremos esta batalla…

—Pero Gutierre, ¿de verdad confías en que ese hombre está en sus cabales?

—No está entre nuestras atribuciones desconfiar del estado mental del líder. Sigue caminando, no sea que alguien te escuche. Ya sabes lo que les pasa a los que…

—¡Pero es que esto es inhumano! ¡No puede pretender que esto sea una buena idea! ¡Vamos a luchar contra magos, entrenados para destruir con sus poderes! Y no solo eso, ¡la Torre es una escuela! ¡Son niños, Gutierre! ¡Niños! ¿Cómo es que nadie se da cuenta de la locura a la que nos dirigimos?

—¡Soldado! ¡¿Qué cuchichea?!

—Nada, capitán, solo ha tenido un pequeño ataque de pánico, no se lo tenga en cuenta…

—¡Suéltame! ¡No, no es un ataque de pánico! ¡No quiero luchar! ¡Esta guerra es absurda! ¡Los magos no hicieron nada! ¡Y ahora vamos a masacrarlos, mientras la mitad de nuestros compañeros mueren electrocutados! ¡Este ataque es un salto al vacío!

—Ah, ¿eso es así? ¿No te importa que nuestra capital fuera destruida por culpa de los lanzahechizos?

—¡Porque nosotros matamos a los habitantes del Bosque Viviente, esclavizamos a los mestizos de la Primera Cuenca, exterminamos a los dragones del este…!

—Oh, ¿eso que escucho, es un simpatizante de lanzahechizos? ¿Es eso, soldado Mejía?

—¡No, capitán, no le haga caso! ¡Son los nervios, que le hacen decir cosas que no quiere…!

—¡No, no simpatizo con ellos, pero tampoco con nosotros! ¡Soy humano, pero no quiero odiarlos porque sea la ley! ¡Esta guerra…!

—¡JOAN!

—Estupendo, ya he tenido que gastar una carga de cañónula a lo tonto. ¿Tengo que hacer lo mismo contigo, soldado Mejía… dos?

—No, señor… Sigo caminando.

—¿Por la Corona?

—Por la Corona. Y por Kayr.

***

—Maestro, ¿de verdad vamos a morir?

—Puede.

Tres filas de treinta adolescentes, temblorosos como hojas de otoño, montaban guardia alrededor de la Torre. Con las manos extendidas aguardaban, enmudecidos, la llegada del coloso. Algunos, con los ojos agotados de tanto llorar, apoyaban su espalda sobre la piedra cárdena, presos del cansancio mental. Otros, al borde del desmayo, habían optado por arrodillarse, pero sin perder la postura de combate. Sabían que su hora estaba al llegar, y que nadie podría salvarlos, excepto ellos mismos.

El tambor en la lejanía se aproximaba, con el binario ritmo de la muerte. El Maestro había regresado a su puesto de vigía y, sin mover un músculo, observaba la marabunta humana que, poco a poco, se acercaba desde la loma que separaba ambos territorios. Sus dos alumnos predilectos, a su lado, intentaban mantener la compostura, pero no podían evitar realizar, de tiempo en tiempo, alguna vacía pregunta a su mentor.

—Maestro, ¿hay alguna posibilidad de que venzamos?

—Sí.

—¿Y cómo, Maestro?

—Afrontando nuestro cometido, hasta el final. Aunque suponga realizar sacrificios.

—¿Qué clase de sacrificios, Maestro?

—Los que sean necesarios.

—¡Pero Maestro…!

—No puedo pediros que no tengáis miedo. Yo mismo lo tengo.

Los niños se quedaron boquiabiertos. ¿El Maestro, con miedo? Nunca había mostrado emoción alguna en los tres años y medio que llevaban tratándolo, e incluso en aquella aciaga noche, no parecía inmutarse ante la inminente batalla con aquel mar de guerreros sin compasión.

—Pero, si tiene miedo, ¿por qué no está temblando?

Girándose, los miró. Sus dilatadas pupilas dejaban escapar el sentimiento que, sin éxito, trataba de ocultar.

—No tiemblo porque no me lo puedo permitir. Si tiemblo, moriréis, y entonces no quedará ninguna esperanza para la Orden de Magia. No tiemblo porque vuestro futuro depende de ello.

—¡Pero…!

—¡MAESTRO, HAN LLEGADO AL BOSQUE! —chilló Serina, alzando los brazos.

—¡Todos, en posición! ¡Magos de Agua, Aire y Trueno, preparad la nube de tormenta! ¡Magos de Tierra, alzad la muralla! ¡Sin demora! ¡¡Por la Maga!! ¡¡Por Kayr!!

—¡Por la Maga!

—Por… la Maga…

***

—¡SOLDADOS, DESCANSEN! ¡PONEMOS EN MARCHA LA OPERACIÓN ‘FUEGO DEL REY’! ¡ENCENDEMOS EL CAÑÓN, AHORA!

—Por qué… Por qué…

—No quiero enfadarlos… No tendrán piedad…

—¿Seré el primero en morir de una descarga? ¿O el segundo…?

—Esto… es por mi familia… Por ellos…

—¡No hay tiempo para echarse atrás! ¡Esta es nuestra última cruzada! ¡Por la Corona!

—Ellos lo mataron… sin compasión…

—¡Morirán! ¡Acabaremos con todos ellos!

—¡Por la Corona! ¡Por el Rey!

—Mi hermano… Por qué…

—¡Vamos, más deprisa el artificiero! ¡Quiero ver arder a esos demonios!

—Pero… ¿merece la pena?

—¡Fuego, fuego, fuego!

—Por favor…

—¡¡Fuego, fuego, fuego, fuego!!

—Por favor, que alguien nos salve…

—¡¡VAMOS, POR LA CORONA!! ¡¡POR KAYR!!

—¡¡Que alguien nos salve!!

—¡¡FUEGO!!

***

—¡Maestro, el bosque… está en llamas!

—¿Qué está ocurriendo? ¿Por qué la tormenta no detiene el fuego?

—¡Son demonios! ¡Demonios!

—¡¡Todos, silencio!! ¡¡Seguid conteniéndolos!! ¡¡No flaqueéis!!

—¡¿Cómo que no flaqueemos?! ¡¿No estás viendo que no le afecta el agua?!

—Yo… no quiero…

—¡Maestro, órdenes!

—¡Están cada vez más cerca! ¿Qué hacemos?

—¡Los del ala derecha del muro! ¡¿Qué creéis que estáis haciendo?!

—No… ¡No podemos contenerlo!

—¡¡Una espada!! ¡¡Una espada ha atravesado el muro!!

—¡Maestro Gorden, ayúdenos por aquí!

—¡¿Os he enseñado acaso a hacer murallas de lodo?! ¡Ponedle ganas!

—¡Maestro, órdenes, por favor!

—Hace… tanto calor…

—¡Gwenda, despierta! ¡No puedo hacerlo sin ti!

—¡El mestizo de la segunda fila, no abandones la postura!

—Pero…

—¡¡Maestro, órdenes!! ¡¡Debemos atacar ya!!

—Que alguien…

—Por favor, que alguien…

—¡GWENDA!

—¡¡MAESTRO!!

—No… Esto no está bien… No pienso dejar que vosotros os manchéis las manos.

—Maestro… ¿dónde va?

—¡¡Atención, mis alumnos!! ¡¡Todos al suelo, no respiréis!!

—No, ¡no lo haga! ¡Aún podemos…!

—Adiós, Pace, Cyrus. Sois los mejores aprendices que he tenido el placer de adiestrar. Si esto acaba por salir bien… seréis los nuevos Maestros de Magia. Ahora… hasta pronto. ¡Por Kayr!

—¡¡Maestro!!

—¡¡Que alguien nos salve!! ¡¡Por favor!!

***

Lo… siento… No he sido capaz… Lo siento…

***

Silencio.

Ni un murmullo. Ni un choque de piedra y espada. Solo el grillar y el suave balanceo de la hierba en la madrugada.

Como un descomunal castillo de naipes, los soldados dejaron caer sus armas, produciendo un hueco retumbar que sacudió levemente la tierra bajo sus pies. Los niños dejaron de llorar, mientras la magia a su alrededor se desvanecía. La muralla se deshizo en una charca de lodo, mientras el fuego que, momentos antes, devoraba el bosque, se extinguía. Poco a poco, los miles de seres que poblaban el mundo, desde los jinetes de aguas del Lago Grande, pasando por los mestizos de las Cuencas, hasta las familias de los innumerables humanos que habían partido a la guerra, alzaron la vista al cielo estrellado. Hasta los alados, desde su reino de azules praderas, aunque ajenos a todo aquello que ocurría más allá de sus herméticas fronteras, no pudieron apartar la mirada de la cúpula celeste. Todos, sin excepción, sintieron como una cálida brisa les acariciaba los rostros. Un dulce resplandor inundó sus pupilas, desenredando los nudos de sus corazones.

Un vasto ser de luz blanca sobrevolaba el firmamento. Compuesto por cuatro pálidas alas, flotaba en calma, iluminando cada rincón oscuro de la existencia. Arropándolos, como una mullida manta de lana en una noche de frío invierno.

El odio desapareció. El rencor también, así como el prejuicio. Un soldado cayó de rodillas, pidiendo perdón a los jóvenes a los que, momentos antes, deseaba ensartar con su lanza. Estos le abrazaron, sin apartar la mirada de las alas blancas. Nadie podía hacerlo.

Cyrus y Pace contemplaban la majestuosidad de la blancura sobre ellos, cuando escucharon un gimoteo.

—¿Maestro…? —preguntó Cyrus, incrédulo.

—Él nos ha salvado… —las lágrimas corrían como riachuelos por la barbilla del hombre—. ¿De verdad eres tú…? ¿De verdad has regresado…?

Sus ojos violetas brillaron, como los de un niño reencontrándose con su madre. Por primera vez en su vida, el Maestro lloraba desconsolado.

por Spring

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