Una vez logró leer hasta la última letra, Christa dejó caer sobre la mesa de contrachapado el pesado archivo, que había sido su lectura de noche durante la última semana. Normalmente, no solía tomarse tan en serio sus interrogatorios, pero la joven agente había caído presa de la turbia narrativa del caso al que iba a enfrentarse al día siguiente. Suspirando, se quedó mirando la portada, sin expresión alguna. En ella había escrito, pintado con rotulador permanente negro, lo siguiente: Caso Phobos. Una mano en su espalda le sacó de ese vacío existencial.
—Tía, espabila. ¿De verdad sigues con el ficherito de las narices?
Christa se apartó un mechón de cabello pelirrojo, sonriendo a su compañera de piso, una muchacha rubia, de ojos celestes y cara redonda como un panecillo.
—Que va, si ya lo he terminado —sacudió la cabeza—. Oye, Lau, ¿recogiste los platos al final?
—¡Los puñeteros platos! —dio un enérgico pisotón, bufando como un caballo—. Sí, ahora mismo los recojo. He estado liada con…
—No hace falta que te excuses —la interrumpió, mirándola con ternura—. Con que lo hagas ahora, me vale.
—¡Sí, señora! —hizo el saludo militar, burlona, y acto seguido salió disparada hacia la pequeña cocina de su piso alquilado en el centro.
Christa se marchó al baño, para lavarse los dientes antes de irse a dormir. Era la primera vez en semanas que se acostaba antes de las tres de la madrugada. Escuchó a Lau quejándose de la montaña de platos que había ido acumulando en su parte del fregadero. Nunca había sido un ejemplo de pulcritud y organización, eso seguro. Pero era tan divertida, que rara vez podía enfadarse con ella. Caso curioso en ella, dado que era la única persona que era capaz de acaramelar a la mayor especialista en interrogatorios de la ciudad.
Christa era conocida en la comisaria como ‘la agente sin miedo’. Circulaban numerosas leyendas urbanas alrededor de la joven de veinticinco años. Que había logrado reducir a un ladrón solo con su perforante mirada verde, que había hecho confesar a un traficante de drogas hasta el punto de hacerle llorar como un niño, que había hecho un pacto con un demonio al nacer, por ello su rizado cabello del color del fuego. Christa conocía estos rumores, y no le importaban lo más mínimo. No es que sintiera una gran satisfacción al sentirse temida; más bien sabía que, cuanto más se hablara de estos casos, más mansos vendrían los sospechosos a pasar por su mano.
Por fin, pudo tumbarse sobre su mullida colcha. Estirando cada músculo de su cuerpo, bostezó con energía. Cuando más estaba gozando ese mágico momento, Lau se asomó por la puerta, haciendo que se le acelerara el corazón.
—Chris, una cosilla… ¿Acabó pasándose por el piso Roque? —preguntó la chica—. Me dijo que me traería los…
—Los papeles del coche, sí —replicó, sin apartar la vista del techo—. Te los dejó en la mesilla de noche de tu habitación.
—¡Estupendo! —sonrió Lau, aliviada—. Oye, mucha suerte con… ya sabes, esa señora. Ya sé que no la necesitas, pero según me has contado…
—Peores presas he cazado, no te preocupes —aseguró Christa, apagando la luz del cuarto—. Buenas noches, tía.
—¡Eso, a dormir, que mañana es el gran día! —exclamó, antes de marcharse a su habitación dando saltos.
Roque era el novio de Lau. No es que fuera un mal tipo, de hecho, era bastante majo. Pero no sabía muy bien por qué, nunca había sido capaz de tragarlo. Lau y ella habían sido amigas desde los siete años y, a pesar de su fama en la comisaría, jamás se habían separado. Pero desde que conoció a aquel chico… Sacudiendo la cabeza, decidió no pensar más en esas cosas. Se sacó un pelo de su boca entreabierta y, rascándose los ojos, se ladeó para intentar dormir. El día siguiente pintaba extraño, no solo por la persona que le esperaba al otro lado de la sala de interrogatorios, sino porque iba a ser el quinto aniversario de Lau y Roque. Y, a pesar de que debería ser indiscutible, no sabía muy bien cual de los dos eventos le causaba más desasosiego.
—Sabes cuáles son los preceptos, ¿no es así, agente Resille?
—Como la palma de mi mano, don Carmelo —respondió Christa, sin pestañear—. Aparte de lo general, es de vital importancia no revelar información sobre mí, no hacer referencia a su investigación, no caer en sus juegos y, sobre todo…
—No mirarle a la cara —la interrumpió el anciano comisario, rascándose la calva—. Muy bien, Resille, como de costumbre. Aun así, como la curiosidad mató al gato…
—He leído el comunicado, don Carmelo. Le han puesto una máscara… ¿de gas?
—Has oído bien —confirmó, sonriendo—. Los agentes que la trasladaron aquí han podido aguantar de esa forma su… peculiaridad.
—También he leído el archivo, señor. Unas veinte veces. Y aunque resulta fascinante como relato para no dormir, permítame que dude de esa ‘peculiaridad’ de la que habla. Soy mayorcita como para saber que las maldiciones no existen, don Carmelo.
Iba a entrar en la sala, cuando el comisario le agarró del hombro. Se podía apreciar la turbación en su arrugado rostro.
—Espera, Resille —le pidió, con una mirada inquieta muy poco típica en él—. Aprecio tu seguridad, te has ganado a pulso poder esgrimirla con orgullo. Sin embargo, esta… persona a la que te vas a enfrentar no es la típica perturbada. Tiene algo más. Tantos sucesos, y todos…
—Don Carmelo, entiendo su preocupación —le tranquilizó la chica, arqueando una ceja—. Puede quedarse tranquilo de que no entra dentro de mis planes subestimarla. Sin embargo, sé que detrás de todos los casos hay algo más que magia negra, por la simple razón de que la magia no existe. Todo saldrá bien.
Dicho esto, cerró la puerta tras de sí, dejando a don Carmelo algo más tranquilo, aunque sin que su preocupación hubiera remitido del todo. Sabía que podía confiar en Christa, pero lo que le esperaba tras la mesa era algo que se escapaba a su comprensión, y a la de cualquiera.
Al entrar, Christa encontró lo que esperaba: una mujer de largos cabellos canosos, cuya cara ocultaba una vieja máscara de gas, estaba sentada frente a ella, con una camisa de fuerza que le impedía moverse. Sin embargo, por su actitud, no parecía que quisiera escapar. De hecho, parecía bastante cómoda en su posición. Como si fuera otro día más en el trabajo para ella.
—Buenos días, soy la agente Resille, y estoy aquí con la intención de interrogarle sobre lo sucedido durante los hechos acaecidos a lo largo de este último año. Lo primero de todo, ¿me dice su nombre completo?
—Bartolina.
Christa levantó la cabeza del papel en el que apuntaba, con expresión interrogante. La voz de la señora, ensordecida por la máscara, tenía cierto aire jovial, como la de una niña el día de Navidad.
—¿Perdone?
—No hay nada que perdonar, joven. Si me preguntara si me he sentido ofendida por lo que ha dicho antes, mi respuesta sería un rotundo no.
La chica respiró hondo. Sabía que no iba a ser un paseo de rosas, así que, poniéndose derecha, le clavó su mirada verde.
—Su nombre completo, por favor.
En respuesta, la señora rompió en ruidosas carcajadas. Christa volvió a bufar, haciendo gala de una paciencia sobrehumana.
—Puede llamarme Shizuka Bartolina de los Matorrales… ¡No, de los Albergues! ¡No, de la Santísima Borrica Trinidad!
—Si intenta hacerme perder la compostura, le aviso de que no le funcionará. Su nombre es Roberta Palomares Rea, ¿cierto?
—Si me lo pregunta, le diré que sí, así me llamó mi madre. Mi padre no, se decantaba más por Rosenda. ¿Sabía que lo resolvieron en un juego de ajedrez? ¡No, de damas!
—Fascinante, señora Palomares —apuntó su nombre—. Pero no estamos aquí para hablar de la maravillosa historia tras su bautizo, sino sobre su caso, y la razón por la que esta mañana esté aquí con usted, y no durmiendo.
—¿Tanto le molesta hacer su trabajo, señora Resille? Qué pena, da usted una imagen de obsesionada con su labor, ¡un personaje entrañable como pocos!
—Según lo que he leído —repuso la agente, ignorando la burla de la sospechosa— es usted psicóloga, ¿no es así?
—La carrera la tengo, así que sí. ¿Va a ir tan poco a poco? Tiene cara de prepararse todo con meticulosidad enfermiza, ¿no debería saber eso ya?
—Me limito a seguir el protocolo —fue su única respuesta—. Muy bien, a continuación, le daré la oportunidad de confesar: ¿provocó todos aquellos episodios de muerte cerebral?
—¡Vaya, vaya, tampoco le he dicho que ponga la sexta marcha! Una cosa es arrastrarse, y otra muy diferente volar cual halcón en picado —se recostó todo lo que la camisa le permitía—. ¿Tan pronto quiere destripar el final?
—Deduzco por sus palabras que no va a ceder… —se aclaró la voz—. Muy bien, pues la vía larga entonces. Se le acusa de, en extrañas circunstancias, provocar un estado de muerte encefálica a tres de sus pacientes, así como al agente que condujo su primer interrogatorio. Según he leído en el archivo, todos mostraban una cara de felicidad, con los ojos muy abiertos, pupilas dilatadas y una sonrisa de oreja a oreja. Sus pacientes se estaban sometiendo a un tratamiento experimental, con el nombre de Phobos, ¿cierto?
—¡Y tan cierto, lo trae preparado! Me alegra saberlo, mis dos últimos interrogatorios los llevaron patanes sin un mínimo sentido de la responsabilidad. ¡Así da gusto!
—Me sorprende que hable del agente Padilla con esa tranquilidad, sabiendo que se encuentra como se encuentra por su acción. ¿A qué se debe?
—A que el tratamiento funcionó, señora Resille. Eso es todo lo que necesitaba.
—Creo que por aquí no vamos a poder avanzar mucho más… —tachó lo último que había escrito—. ¿Podría decirme cuánto tiempo llevaba con su investigación?
—Sí, sí… —hizo crujir el cuello—. Pues no hace más de diez años, la verdad.
—Vale —apuntó de nuevo—. Según su historial, los incidentes comenzaron hace un año y poco más. Sin embargo, su… trabajo no dio ningún signo de ser pernicioso hasta entonces. ¿Qué cambió entonces? ¿qué provocó esos incidentes?
—Llámeme entrometida si quiere, pero juraría que una de las directrices que le han encomendado, señora Resille, era la de no preguntarme sobre mi investigación. ¿Con qué objeto las está rompiendo?
—Esas directrices de las que habla fueron diseñadas para personas de voluntad más débil que la mía. No veo otra forma de descubrir qué ocurrió en realidad. ¿Va a contestarme?
Christa aguantó como pudo el suspiro que necesitaba dejar escapar. A decir verdad, no le gustaba del todo fanfarronear de esa forma, pero tenía que demostrarle a aquella singular mujer que ella no era un juguete más con el que entretenerse.
—¡Brava, me gusta! Dígame una cosa, Resille: ¿tiene usted algún miedo?
—Le advierto que sé lo que intenta, y le repito que a mí no me va a embaucar. Sé que existe una relación entre los incidentes y su tratamiento. Aquello que les hizo les provocó esos episodios de muerte cerebral, de eso no hay duda. Sin embargo, aún no tenemos pruebas fehacientes de que fue usted la responsable, más allá de su presencia en cada caso. Ni huellas dactilares incriminatorias, ni rastros de medicamentos sospechosos ¿Qué les hacía?
—Va muy desencaminada si cree que lo que intentaba era hacerles daño, Resille —repuso, con una risita—. No, nunca fue mi objetivo que sufrieran. Evidentemente, no los toqué en ningún momento. El tratamiento no funciona así.
—Si pretende colarme la historia de la dichosa ‘maldición’…
—¡Habladurías, papanaterías incluso! —exclamó Palomares, negando con la cabeza—. Maldiciones dice… ¡qué imaginativa es la mala gente! Nadie, nadie entiende el fin de mi trabajo…
—En ese caso, cuéntemelo usted. ¿Qué es exactamente Phobos?
—¿Ve como le es imposible aguantar la curiosidad? Detrás de esa actitud de aparente fortaleza, se esconde un alma cotilla, como la que todos albergamos. Antes le hice una pregunta —se inclinó hacia ella, juguetona—: ¿tiene usted algún miedo?
—Si una araña cayera sobre mi cara —replicó, inexpresiva—, probablemente me asustaría, pero dudo que haya algo que me dé verdadero miedo.
—¡Error!
La doctora Palomares se levantó de golpe, aunque la falta de equilibrio le obligó a sentarse. A pesar de su repentino movimiento, Christa no se movió ni un milímetro.
—Es usted sorprendente, señora Resille —afirmó la doctora, con voz alegre—. Aplaudiría si tuviera las manos libres. Desde luego, su fama le precede. Christa Resille. Era la… ‘agente sin miedo’, ¿o cómo era? —Christa no respondió, sin apartar la vista—. Vale, he tocado un tema delicado, me disculpo. Pondría las palmas juntas en señal de perdón, si tuviera…
—… las manos libres, sí. Prosiga.
El intento de la doctora de amedrentarla no surtió el efecto deseado. Dado que la habían traído precisamente para que la procesara, Christa había previsto que sabría todo sobre ella.
—Relaje un poco el gesto, Christa. ¿Puedo llamarle Christa? —la chica afirmó—. Lo que le decía, no me mire así, estamos charlando entre amigas, ¿no es así?
—Usted no es mi amiga —sentenció, sin apartar la mirada—. No estoy aquí para charlar, sino para que me cuente de una vez cómo dejó a tantas personas en ese estado. Deje de irse por las ramas, y dígamelo.
—Vale, vale… — miró al techo—. Como le explicaba, es un error afirmar que una persona no vive encadenada al miedo. Por mucho título honorífico que usted luzca, el miedo es algo inherente al ser vivo. Muchos lo consideran un mal necesario. Desde escapar de un depredador, a apartarse de una vitrocerámica encendida, el miedo al dolor, al sufrimiento, ¡a dejar de existir!, es tomado por muchos como el medio de locomoción clave para la supervivencia de la vida.
—Sí, muy bonito, pero según habla, creo entender que usted no opina así, ¿me equivoco?
—Todo lo contrario, Christa, comulgo con esa teoría. El miedo como medio de seguir con vida es primordial. Sin embargo, hay una clase de miedo que hace que deteste esa feliz hipótesis desde lo más profundo de mi corazón.
—¿A qué miedo se refiere, señora Palomares?
La doctora se irguió, mirándola fijamente, a través de los redondos y oscuros ojos de la máscara. La chica dejó de apuntar.
—Al miedo irracional. Terrores indecibles que paralizan el cuerpo, saturan la mente y destruyen toda capacidad de raciocinio cuando se materializan… fobias.
—¿Y usted quería eliminar ese miedo, si mal no he entendido?
—Mente rápida, pelirroja. ¿Puedo llamarte…? —la chica negó con rotundidad—. Sí, tampoco me gustaba a mí ese apelativo… Sí, te has adelantado a los acontecimientos, Phobos es un tratamiento de choque, destinado a borrar dichos miedos de una sentada.
Christa arrugó el entrecejo. No quería reconocerlo, pero la historia comenzaba a interesarle.
—Pero, ¿cómo pretendía eliminar algo así? ¿Qué es exactamente Phobos?
De pronto, una voz cansada se escuchó en el altavoz de la pared de la sala. ‘Señora Resille, salga de la sala de interrogatorio inmediatamente’. Era don Carmelo. Dejando la conversación a medias, salió sin mediar más palabra. La doctora Palomares se despidió, agitando el pie izquierdo.
Christa dio el último sorbo a su taza de café.
—¿Entiendes lo que te he dicho, Resille? —inquirió el comisario, inquieto—. ¡Si te dimos unas instrucciones, eran para garantizar tu seguridad, no para que te las saltaras a la primera de cambio!
—Lo entiendo, pero no comparto su postura —replicó la joven, tirando el vaso de plástico a la papelera—. No va a pasar nada por conocerla un poco. Sé que intenta embaucarme, lleva intentándolo desde que empezamos a hablar. Pero créame, hace falta mucho más que monólogos pseudo-filosóficos para llevarme a su terreno. Es una táctica.
—¡Que va a salir mal! —insistió el anciano, casi implorante—. Es posible que no consigas sacarle nada, ¡pero prefiero un fracaso, antes de que te ocurra lo que al resto! La maldición…
—Yo no trabajo con maldiciones, comisario —sentenció, disponiéndose a regresar—, yo trabajo con hechos. Y el hecho es que, como le dije antes, las maldiciones no existen. Déjeme hacer mi trabajo, por favor, verá como hoy salgo de allí con una confesión escrita.
Sin escuchar lo que don Carmelo tenía que decirle, volvió a aquella sala vacía. Donde antes, la doctora Roberta Palomares seguía sentada. Al verla llegar, se desperezó.
—¿Por dónde íbamos…? Ah, sí, me preguntaba qué es exactamente el tratamiento Phobos…
—Las preguntas las hago yo.
—La noto nerviosa. Christa. ¿La he metido en un lío por hablarle de mi trabajo? ¿Está su atractivo comisario preocupado por su actitud rebelde? Por mí no quede, ya le recordé que sus instrucciones eran…
—Hable de una vez —la cortó, apretando los labios.
—Vale, vale, no me enrollo más… ¿Que qué es Phobos, me pregunta? Pues nada más y nada menos que la solución al dilema natural de la utilidad del miedo. Me explico, usted… no, usted no, que se supone que no le teme a nada… —Christa suspiró, ya con la paciencia por los suelos—. Digamos, una persona cualquiera, tiene miedo a las arañas. Aracnofobia, uno de los miedos más comunes. ¡O acrofobia, miedo a las alturas! Da igual, hay tantas fobias como ideas en la mente humana, porque siempre que haya una idea, habrá una posibilidad de que esa idea cause a dicha persona un terror irracional. Bien, pues todos estos miedos surgen de la cognición. ¿Sabe usted qué es la cognición?
—Sé que tiene que ver con la mente, pero tampoco entiendo mucho del tema.
—La cognición, señora Christa —la doctora hablaba con tono apasionado—, es la capacidad de todo ser para recibir, valorar y reaccionar a estímulos, tanto externos como internos. Es aquello que nos permite relacionarnos. Es la visión, propia de cada cual, de las ideas.
—Entonces, ¿intenta cambiar esa… cognición, para que las personas dejen de ver las cosas que les dan miedo, como cosas que le dan miedo? —preguntó Christa, incrédula.
—¡Brillante! No dejará nunca de sorprenderme, Christa —aplaudió con los pies—. ¿Ve? Ya he encontrado la forma de celebrar sus dotes de deducción. Pero sí, eso intentaba.
—Un fin muy noble, pero eso sigue sin explicar —dio un par de toques al archivo—, todos los incidentes que aquí se relatan. Le pedí que me aclarara cómo les hizo aquello, pero sigo sin ver cómo una simple terapia psicológica puede causar todo esto.
—Me decepciona sobre maneras, Christa. Y yo que pensaba que ya lo hilaría todo desde aquí.
—Mi trabajo aquí es hacerle hablar, no escribir su confesión por usted. Vamos, dígamelo.
—¿Sabe usted… lo que ocurre cuando una persona es expuesta a su mayor miedo?
Christa se sentó. La voz de jolgorio de la doctora se había apagado. Ahora parecía que le hablaba un robot. Sin vida. El cambio de humor tan seco hizo que la sala pareciera aún más fría de lo que era.
—¿A qué se refiere?
—Verá, amiga Christa… Para llevar a cabo mi objetivo, para eliminar los miedos irracionales que detienen sin remedio la evolución de nuestra especie, intenté de todo. Una charla nunca es suficiente para que una persona supere su miedo a los espacios cerrados. Una pastilla puede adormecer, pero sus efectos terminan remitiendo, y con ello, el terror regresa. Entonces, me di cuenta de que, si la medicina tradicional no funcionaba, debía ir un paso más allá. Fue entonces cuando me dediqué, día y noche, a estudiar la hipnosis.
—¿Hip… nosis? —no comprendía nada.
—Exacto. Transmutación cognitiva, la llamé. El uso de patrones sensoriales para inducir la mente en un estado ilusorio, que derribara las barreras subconscientes que el cerebro interpone para proteger al sujeto de ese miedo, dejarlo al desnudo. Así, el paciente se enfrentaría a su miedo en su forma más pura. Todo ocurriría dentro de él, por supuesto, nada de lo que vería sería real.
—Un momento, ¿está diciendo que usa hipnosis, o transmutación cognitiva o como sea, para borrar fobias? ¿Cómo pretende que me crea eso? —preguntó Christa, poniendo las manos sobre la mesa.
—Si me dieran una moneda cada vez que he escuchado esa frase… —bostezó la doctora—. Si me deja terminar, lo entenderá, ¿o no quiere saber el final de esta historia?
Christa se rascó el cuello.
—Continúe, por favor.
—Gracias —la mujer agravó aún más su voz—. ¿Recuerda la pregunta que le hice hace un momento? No responda, lo haré por usted. Le preguntaba si sabía lo que ocurre cuando una persona se enfrenta cara a cara con el terror contenido en su alma. ¿Lo sabe?
—No, no podría saberlo.
Christa no podía evitar juguetear con los dedos.
—Claro, no es fácil imaginar algo así, Christa. Es una sensación terrible sin duda. Phobos es un arma de doble filo: si bien es capaz de eliminar el miedo, lo hace bajo un efecto secundario… algo molesto.
—Los shocks… ¿quiere decir que…?
—Quiero decir —la interrumpió, endureciendo la voz—, que mi tratamiento funciona, pero el paciente debe estar dispuesto a luchar contra su miedo. Sé que dije que no pretendía hacer sufrir a mis pacientes, pero nada en esta vida es gratis, supongo que estará de acuerdo conmigo.
—¿Y, aún así, lo hizo? —inquirió, apretando los labios.
—Se lo repetí cien, mil veces —contestó la doctora, suspirando—. Que no debían someterse a la hipnosis, si creían que flaquearían al ver ante ellos la cognición tóxica. ¿Y cree que me hicieron caso?
—¿Está diciendo que los incidentes se debían a que ‘perdieron’ una batalla… contra la manifestación de su miedo? ¿¡Qué clase de idiotez intenta colarme, doctora!?
Roberta Palomares comenzó a levantarse. De pronto, se escuchó de nuevo el altavoz. Don Carmelo la llamaba, alarmado. Pero Christa no hizo caso.
—¿Sabe qué, Christa? —se acercó a escasos milímetros de la cara de la joven—. Usted me ha impresionado. Ha sabido llevarme el ritmo, ha logrado mantener la compostura, a pesar de mis intentos de incomodarla…
—Esto… ¿era solo una prueba? —preguntó con un hilo de voz.
La imagen de la máscara de gas frente a ella, junto a la dulce pero escalofriante voz de la doctora, fueron lo suficientemente inquietantes como para que, por primera vez en un interrogatorio, Christa tragara saliva.
—Prefiero llamarlo experimento —repuso, sin apartar su faz enmascarada—. Y créame, es usted el sujeto perfecto. La famosa ‘agente sin miedo’. Nada es capaz de intimidarla… ¿No le da curiosidad conocer su miedo más profundo, Christa? ¡Responda!
‘¡Christa, sal de ahí! ¡Christa!’, se escuchaban los alaridos angustiados del comisario. Pero Christa no hizo caso.
—Yo… no tengo ningún miedo. No hay nada que me asuste…
—En ese caso, ¿no le produce curiosidad saber qué ocurriría, si se sometiese a Phobos?
—No ocurriría nada. ¡¡Apártese de mí!!
Empujó a la doctora contra la pared. Como un peso muerto, quedó sentada. La puerta de la sala de interrogatorio comenzó a temblar, signo de que alguien intentaba entrar por la fuerza. Palomares levantó entonces la cabeza. Riendo como una condenada a muerte, dio un violento golpe en la pared con la coronilla. Christa no comprendió al principio, pero no tardó en darse cuenta de lo que pretendía. Intentaba romper la sujeción de la máscara. Quería quitársela.
—¡Ni se le ocurra, Palomares! —chilló la agente, abalanzándose sobre ella—. ¡Pare, por favor!
Intentó aguantarla, pero era inútil. La señora tenía una fuerza endiablada. Desde fuera, sus compañeros seguían tratando de abrir la puerta, que Christa había bloqueado para que nadie la interrumpiera. Cabezazos y más cabezazos. Un hilo de sangre bajó deslizándose por la nuca de la mujer, que no cesaba en su empeño. Christa la abrazaba, pero ni así era capaz de detenerla. Llorando, la chica le suplicaba que no lo hiciera más. Rogándole que le perdonara, que no quería decir todo aquello, que le dejaría en libertad.
Pero no era libertad lo que la doctora deseaba.
La puerta se abrió, entonces. En tromba, entraron el comisario con cinco agentes más. La sala quedó en silencio. La máscara había caído. Solo dos ojos violetas. Enormes. Vacíos.
Y Christa se bañaba en ellos.
Negro. No, no era negro del todo. Era gris, con cierto tono violáceo. Era un vacío total. No escuchaba, no veía, no sentía nada. Era cierto. Por mucho que aún le costara creerlo, aquella chalada era capaz, de alguna forma, de hipnotizar a las personas. Sin embargo, se suponía que dicha hipnosis debía mostrarle su miedo más irracional y terrible. Que ante ella se materializaría una representación ideal de la cognición que se escondía en lo más profundo de su psique. Pero aquello… era solo la nada. Un enorme vacío negro.
No sabía ya cuanto tiempo había pasado desde que apareció en aquel espacio oscuro. ¿Minutos? ¿Horas? ¿Días incluso? ¿Sería acaso que, en lugar de shocks traumáticos al ver sus miedos aparecer, la vieja encerraba a sus víctimas en aquel vacío interminable, para siempre? Eso significaría que, en ese momento, estaría como el resto. Inmóvil. Sonriente. ¿Por qué sonreía todo aquel que se pusiera en manos de la doctora Palomares?
Se preguntó entonces que ocurriría ahí afuera. ¿Estarían tratándola? Probablemente estaría descansando en una cama de hospital. ¿Quién iría a visitarla? Sus padres murieron cuando era ella muy pequeña, así que nunca había tenido la necesidad de querer a nadie. La única persona que podía estar junto a ella era…
—¿…Lau?
Frente a ella, la redonda y sonriente cara de su amiga le miraba, con sus azules ojos.
—Chris… Chris… ¿Estás ahí?
Era su voz como un eco en la lejanía, pero, aun así, inconfundible. La chica se acercó. Era Lau, no cabía duda. Flotaba delante suya, y parecía tan real como ella mismo. Pero algo era diferente. Nunca antes la había mirado así…
—Chris… Ven, ven, por favor…
La miraba… ¿con anhelo?
—Lau… ¿qué ocurre? ¿Por qué pareces tan triste? —preguntó Christa, con sus ojos verdes intentando alcanzar los de Lau.
—No estoy triste, Chris… —susurró, moviendo con suavidad sus labios—. Estoy feliz, porque al fin lo he entendido…
—¿Qué… has entendido? —su corazón latía a mil por hora.
—Te quiero, Chris. Siempre te he querido.
El pecho de Christa dio un vuelco. Esas palabras… jamás pensó que llegaría a escuchar esas palabras. Era tal y como… tal y como siempre lo había soñado.
—Pero… ¿qué pasa con Roque? Vais a hacer…
—Cinco años, de mentirme a mí misma, de no querer reconocer lo que de verdad deseaba mi corazón —extendió los brazos—. ¡Te quiero, te amo, Chris! ¿Tú me amas?
Las pupilas de la chica se dilataron. Su respiración, acelerando por momentos, parecía querer igualar el ritmo de sus pulsaciones. No pudo evitar que dos lágrimas corrieran libres por sus mejillas, como riachuelos recién nacidos. Asintiendo, intentó nadar hacia ella.
—¡Sí, te amo, Lau! ¡Te amo desde el día en el que te conocí! —gimoteaba mientras aleteaba con brazos y piernas— ¡Fui una estúpida por guardar dentro de mí estos sentimientos, por no decírtelo antes! ¡Pero ya da igual, porque por fin estaremos juntas! ¡Para siempre!
Fue entonces cuando ocurrió.
El cuello de Lau comenzó a separarse poco a poco. Como si un hacha la estuviera decapitando poco a poco. Christa se detuvo, paralizada por el terror y la confusión. Lau, por su parte, no parecía darse cuenta de cómo, cada vez más, su cabeza iba cayendo hacia un lado, y seguía mirándola, con la esperanza pintada en el rostro.
—¿Por qué te detienes, Chris? —preguntó, sonriendo de oreja a oreja—. ¿No quieres estar conmigo?
La joven intentó acercarse, pero según lo hacía, el tajo se hacía más profundo. Volvió a frenar, mientras su cabeza comenzaba a dolerle más y más.
—Chris… ¿Es que no me quieres? ¿Es eso? ¿Me odias, Chris?
Intentó hablar, pero fue incapaz. A lo largo y ancho de aquel vacío, retumbó de pronto el palpitar de un corazón.
La cabeza de Lau ya solo se sostenía por un extremo.
—¿Quieres que muera, Chris?
El palpitar se hizo más intenso. La sonrisa de Lau desapareció.
—¿Es eso lo que ocurre? —preguntó una vez más—. ¿No quieres que viva?
—¡¡NO!! —logró exclamar—. ¡¡TE QUIERO CON TODA MI ALMA, PERO… TU CABEZA, LAU!! ¡¡SI ME ACERCO A TI, TE MATARÉ!! ¡¿NO ENTIENDES QUE NO QUIERO QUE SUFRAS POR MI CULPA?!
Entonces, Lau se dio cuenta de lo que le ocurría. Sus ojos se abrieron como platos. Su piel se tornó blanca como la ceniza. Su cabeza cayó sobre sus manos. Chilló. Chilló como un cerdo siendo sacrificado. El mundo comenzó a resquebrajarse, el palpitar se transformó en fúnebre redoble de tambores. Christa…
Christa dejó de pensar.
—Sabía que era especial. La mejor paciente que he tenido el placer de tratar…
Estas fueron las últimas palabras en la comisaria de la doctora Roberta Palomares que, con la cara vendada excepto por la nariz y la boca, abandonó el lugar llena de inspiración, para proseguir con su labor de investigación en la cárcel de máxima seguridad de la región.
Don Carmelo lloró mucho aquella mañana. Lloraron también sus compañeros, así como Lau y Roque, cuyo aniversario vieron truncado por la fatal noticia del fallecimiento de su amiga, Christa Resille. Dicen que la encontraron donde pasaba la mayor parte del tiempo, la sala de interrogatorios número dos. Aquellos que la hallaron, describieron una escena muy extraña: la joven descansaba, apoyada en el regazo de una señora de largos cabellos canos, piel pálida y arrugada y ojos de un color malva intenso, y parecía dormir plácidamente, con una sonrisa de oreja a oreja.
El tratamiento había funcionado. Su miedo había desparecido.